Cálida bienvenida
Calor. Después de mes y medio oyendo las típicas quejas sobre las temperaturas estivales en España se me había olvidado el significado de esa palabra. Calor es lo que hace detrás de la barra de un restaurante de kebabs o en las minas de diamantes congoleñas. Calor es lo que hace aquí. Algunos de mis alumnos pasaron veinte días en agosto viajando por lugares como Granada, Sevilla, Madrid y Barcelona, y no pasaron calor. Calor es poner un pie fuera del aeropuerto y estar instantáneamente bañado en sudor.
Me llevó unas tres horas llegar a casa desde el aeropuerto de Guanzhou en dos autobuses. No se si os he hablado de Dongguan, la localidad que ocupa todo el espacio entre Guangzhou y Shenzhen. Durante las vacaciones me he encontrado a gente que parecía preocupada por mi bienestar, y no parecía creerme cuando les hablaba de lo feliz que estoy en Shenzhen. Supongo que mi reacción sería la misma si me encontrara con alguien que viviera en esa interminable barriada de fábricas y sórdidas viviendas para obreros que es Dongguan. El paisaje no carece de interés, siempre que uno sienta debilidad por los parajes industriales, pero a partir de las dos horas de repetición puede provocar estados de ansiedad e impulsos suicidas, especialmente si se llevan veintipico horas de viaje a cuestas.
Llegué a casa al mediodía, y una vez puestas las cosas en orden (vaciar la maleta, darme una ducha y poco más) comprobé que tenía un mensaje de mi amiga Mahaut, una arquitecta francesa que regresaba a su país dos días más tarde. No llevaba ni una hora en la ciudad y ya estaba de despedidas. Después de quedar con los amigos, devorar un cuenco de ramen en mi restaurante favorito y echarme una siesta de seis horas, me preparé para salir con Mahaut y los demás.
Cenamos en el Enotsuru, el japonés donde soy habitual, y nos fuimos al True Colors, o a un True Colors, pues hay varias discotecas en Shenzhen con el mismo nombre. Yo creía haber estado en una de ellas, y no me hacía mucha gracia el plan porque pensaba que se trataba del típico gueto para guiris, donde la bebida era cara y la música estaba demasiado alta para poder hablar. No es que reniegue de mi condición de guiri, pero me incomodan los locales donde apenas hay más chinos que los camareros y la novia de algún occidental. Afortunadamente estaba equivocado, aquello no se parecía nada a lo que recordaba. La bebida era cara y la música estaba muy alta, pero no había más guiris que nosotros. Este True Colors, ubicado en el quinto piso de un edificio de oficinas consta de tres grandes salas (una discoteca con música electrónica, una sala con música en directo y un bar con mesas de billar) además de una terraza donde no había nadie porque el calor era insoportable incluso a altas horas de la noche. La música era buena y el ambiente muy animado. Al principio resulta chocante ver a los guardas de seguridad (que aquí visten como oficiales del ejército) rondando por el bar como lo harían por un banco. Se siente uno algo incómodo cuando ve a otros trabajar mientras se está de juerga, pero se termina prestándoles tan poca atención como a las mesas o a las columnas. Ellos mismos no parecían hacer mucho caso a lo que les rodeaba, exceptuando al que se quedaba embobado mirando a las bailarinas. No creo que fuera para menos, pero os he hecho un dibujo para que juzguéis vosotros mismos.
Regresé a casa andando, triste por la despedida y contento por el reencuentro. A las tantas de la madrugada, las calles están llenas de corros de gente que se sienta en pequeñas banquetas de plástico para comer brochetas alrededor de barbacoas de carbón.
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