Diario de un aventurero en chinataun taun taun.

Wednesday, July 12, 2006

Guangzhou

El jueves pasado me levanté temprano (6:30) para ponerme rumbo a Guangzhou lo antes posible. No estaba demasiado ilusionado con el viaje. Como expliqué en la entrega anterior, en las últimas semanas me he vuelto algo perezoso y a estas alturas apenas pienso en otra cosa que en volver a Bilbao, pero tenía un compromiso que cumplir conmigo mismo, y no podía abandonar el país sin haber visto más que la ciudad donde trabajo.
A las 8:30 ya estaba en el tren, camino de la antigua Cantón, ojeando por primera vez las fotocopias de la Lonely Planet de mi compañera alemana y preguntándome si era posible planificar un viaje de forma más chapucera. Una hora más tarde me bajé en la superpoblada estación de Guangzhou, compré un mapa, unas pilas para la cámara (se me había olvidado recargar la batería), un cuaderno y un bolígrafo en el Seven Eleven, y cogí el metro hacía el punto de atracción turística que más interesante me había parecido en las fotocopias.
Como en Shenzhen no abundan los restos arqueológicos más viejos que yo, me decanto por el Nanyuewang Mu, el museo del mausoleo del emperador Wen, quien gobernó la actual provincia de Guangdong durante el segundo reinado de los Yue del sur, allá por el 100 antes de Cristo. El mausoleo fue descubierto en 1983 a 20 metros de profundidad bajo la colina del elefante, dando al traste con la construcción de un bloque de apartamentos.
La fachada del museo es fea de solemnidad (un búnker de piedra granate con bajorrelieves de dragones con aire de serpiente azteca), y el mausoleo en sí (una pequeña cripta donde, aparte de los residuos de pintura en una de las puertas, apenas hay más que ver que los restos pulverizados de una de las vacas que fueron sacrificadas junto a cuatro concubinas, cuatro cocineros, y siete eunucos para hacer compañía al cadáver del emperador) me hizo temer lo peor. Por fortuna, los cientos de objetos y tesoros funerarios que ocupaban las salas del museo hicieron que la visita mereciera la pena, aunque no hubiera estado de más una explicación de la clase de fengshui utilizado para meter todo aquello en una cripta tan minúscula. Entre los muchos objetos de sofisticadísima elaboración y excepcional estado de conservación, destacan la mortaja real (compuesta de miles de piezas de jade unidas con cintas de seda), y un precioso disco de jade, algo más pequeño que un CD, cuyo círculo concéntrico enmarca las delicadas tallas de un dragón y un ave fénix. A pesar de que también había la inevitable serie de cofrecitos y vasijas (que siempre me dejan indiferente), disfruté examinando las espadas (pura herrumbre, pero con los adornos de jade casi intactos) y un trozo de lo que debía haber sido una ballesta que disparaba canicas de plomo.
También había una exposición de figuras de Buda de Yunnan, y una curiosa colección de almohadas de cerámica con formas de lo más extravagante (hoja de loto, tigre, niño recostado…) que, si no me falla la memoria, databan del siglo XVII.
La dependienta de la tienda debía tener ganas de practicar inglés, así que mantuvimos una conversación algo insustancial. Fue así como me enteré de que Shenzhen es más limpia que Guangzhou (me vinieron a la memoria un par de tramos de mi calle que procuro evitar por temor a que la capa de mugre negruzca que las alfombra cobre vida y le de por atacar a los viandantes), y de que mi signo del horóscopo chino es la cabra, el animal emblemático de Guangzhou.
En el metro hacia la isla de Shamian, mi segunda escala en la ciudad, caí en la cuenta de que, al haber nacido en enero, antes de la llegada del año nuevo chino, no debo ser cabra sino otra cosa.
Situada en la orilla norte del río de la Perla, Shamian no tiene mucho de isla, en el sentido de que está muy poco aislada, pero a pesar de su inmediatez al centro de la ciudad (del que sólo la separa un estrecho canal saturado de puentes), no se puede negar que el ambiente es diferente. La isla no era más que un arenal hasta que, en el siglo XVIII, fue cedido a los comerciantes extranjeros para que establecieran allí sus almacenes. Ahora es un tranquilo barrio turístico lleno de parquecitos y decadentes edificios de estilo occidental, como la pequeña iglesia de Nuestra Sra de Lourdes. No veo a ninguna de esas muchas parejas de americanos que al parecer suelen pasearse felizmente por la zona con sus futuros hijos mientras esperan a que termine el periodo de prueba para la adopción. No es que me extrañe demasiado con el calor que hace. En la calle sólo hay gatos que me observan desde la sombra de los ficus.
Para escapar de este bochorno, me meto en una tienda de antigüedades y souvenirs, donde doy con otra dependienta con ganas de hablar. Empiezo a sentir debilidad por las tenderas de Guangzhou, y por esta en particular, pero el hechizo se rompe cuando me pregunta cuántos años tengo y, tras escuchar mi respuesta, me confiesa que cuando tenga mi edad (sólo le saco cinco a la muy descarada) espera estar casada y con dos hijos.
Como unos huevos fritos con salchichas acompañados con rica cerveza Kingway (la cerveza de Shenzhen) en una terraza junto al río y le hecho un vistazo al hostal para jóvenes que recomienda la guía. El recepcionista es un poco borde, así que decido ver si encuentro otro sitio y dejar el Guangzhou Youth Hostel como última opción. Mientras paseo por el muelle entre los viejos que echan la siesta en los bancos, juegan al majong, o se bañan en las turbias aguas del río agarrados a garrafas de plástico que les sirven de manguitos, medito sobre lo que me ha dicho la chica de la tienda. Puede que, en lugar de limitarse a destacar lo vacía que le resultaría su experiencia vital de encontrarse en mis zapatos, estuviera insinuando que era una chica con la cabeza sobre los hombros dispuesta a proporcionarme un hogar antes de que me convierta en un viejo de estos. De ser así, me digo, será mejor escapar de Shamian antes de encontrarme con una de esas happy families y me den ganas de volver a la tienda.
Me pongo a andar en dirección Este por la ribera del río, cruzando un puente para cambiar de orilla, y cruzando el siguiente para regresar a la margen norte y seguir caminando en la misma dirección. Me gusta lo que veo. Hay muchos edificios neoclásicos y modernistas algo ennegrecidos que me recuerdan levemente a Bilbao, aunque sólo hay que volver la mirada a la otra orilla para ver los enormes bloques de apartamentos y oficinas estilo “Shenzhen”. Camino durante unas dos horas, parándome sólo para sacar fotos y comprar un par de trozos de sandía, y, tras comprobar que la ciudad es bastante más grande de lo que parece en el mapa, decido realizar el recorrido inverso pero adentrándome por las calles próximas al paseo.
Apenas me ha dado tiempo para recorrer una manzana cuando entiendo lo que quería decir la dependienta del museo. Shenzhen es Suiza en comparación con Guangzhou. A mi no me sorprende porque lo he visto muchas veces en la calle Egaña, pero en Shenzhen muchos guiris se escandalizan cuando ven a las madres sujetando a sus hijos por las piernas para que hagan pis en la calle. Pues bien, al bajarme de la acera en un punto impracticable por la acumulación de bolsas de basura, presencié la modalidad cantonesa de este fenómeno, cuando la madre y el niño (la una apuntando y el otro disparando) casi me aciertan en el pie con una caca que impacto sonoramente en el suelo. De no ser por mis reflejos felinos me hubiera lamentado mucho de llevar chancletas. La forma de vestir de los lugareños también me pareció algo más informal. Lejos de conformarse con andar con la camiseta remangada, bastantes hombres se paseaban directamente en pantalones cortos o incluso en gallumbos.
Volví poco a poco hacia Shamian, desviándome momentáneamente por todas aquellas calles y mercadillos que más me llamaban la atención, y llegando a la conclusión de que aquel lugar tenía más aire de ciudad que Shenzhen, tan homogénea y cuadriculada toda ella. Aquí el trazado de las calles era mucho más irregular, y cada edificio era de una madre y de un padre diferente.
No encontré ningún albergue, tampoco es que me esforzara demasiado, y me resigné a regresar al Youth Hostel del recepcionista borde.
Mientras recorría el muelle de Shamian por segunda vez, se me acercó un tipo y me preguntó si me apetecía charlar un rato. Por raro que suene, el que un perfecto extraño te invite a mantener una conversación es algo que suele pasar bastante en China. Como he sido educado para desconfiar de los desconocidos, siempre me invento alguna excusa para escaquearme, pero en esta ocasión accedí porque yo mismo tenía bastantes ganas de hablar. Por fortuna, Simon, tal era su nombre inglés, era un gran conversador y, a pesar de no tener nada en común, empezamos inmediatamente a charlar con toda naturalidad. Trabajaba de contable para una empresa francesa y vivía solo en la casa donde había nacido, en Shamian. Le comenté que de encontrar a un Shenzhenés de treinta y pico nacido en Shenzhen te puedes dar con un canto en los dientes. El se rió, pero insistió seriamente en que Shenzhen era más limpia que Guangzhou. Me preguntó un montón de cosas sobre España y Europa, a las que yo respondí dejando volar un poco mi imaginación mientras el asentía como quien escucha a una autoridad en la materia. Por su parte, Simon me habló de su ciudad y de China en general, y me proporcionó útiles indicaciones sobre donde comer y cómo realizar el viaje que tenía pensado hacer al día siguiente. Tras apuntar su dirección de correo electrónico, nos despedimos con un apretón de manos.
Volví a cenar en el mismo sitio donde había comido antes, en la terraza junto al río. Iluminado con las tradicionales lámparas rojas de papel, y lleno de gente envuelta en animadas conversaciones, el lugar no tenía nada que ver con la tranquila y solitaria terraza del mediodía. Los barcos restaurante y los ferrys turísticos relucían ahora con intermitentes adornos de neón, la fachada de un edificio se había convertido en una gigantesca pantalla de televisión, y en el cielo nocturno los lejanos relámpagos anunciaban una tormenta inminente. Tan distraído estaba pensando en cómo describir este paisaje, que no me di cuenta de que una avispa o un bicho semejante me picó en el tobillo derecho. Cuando llegué a la suite del hostal la picadura se me había inflamado tanto que parecía que me he había hecho un esguince. Molestaba un poco al pisar, pero lo peor era un picor insoportable que apenas conseguí mitigar ungiéndome la picadura con unas gotas de aceite puro Siang, un ungüento milagroso que Sunny consigue de contrabando desde Tailandia. Es muy efectivo con las picaduras y no hace falta más que ponerse unas gotitas de en las sienes para quitarse el dolor de cabeza y estar más despierto. También alivia la flatulencia, los calambres, las distensiones, los mareos, y huele a Vicks Vaporub.
Al día siguiente me presento a las 8:45 en el museo de arte de Guangzhou, un cuarto de hora antes de que abran. Aprovecho para sacar dos videos antológicos de señoras bailando en la plaza de enfrente y entro al museo cuando llega la hora. El museo es agradable y no carece de interés, pero está lejos de ser tan sensacional como anuncia la guía. Entre otras cosas, tiene varias colecciones muy bonitas de dibujos chinos hechos con tinta y acuarela, y una gran sala dedicada a Liao Bing Xiong, un dibujante político de Guangzhou que según la guía se exilió de China en 1958. Nada de esto último se dice en la exposición, donde se exhiben sobre todo sus dibujos realizados durante la guerra contra Japón (1937-1945). Los dibujos son bastante sencillos a la par que expresivos, pero a uno se le terminó atragantando tanta propaganda anti-japonesa y todos esos dibujos de militares nipones con descomunales dientes incisivos huyendo cobardemente, haciéndose el harakiri, o muriendo de mil formas diferentes. Otras de las pegas del museo son que muchas de las indicaciones están sólo en chino, y que hay que ver casi todas las pinturas y dibujos desde detrás de un cristal a metro y medio de distancia, lo que complica mucho la correcta apreciación de las obras.
A eso de las 12 me fui en taxi (el tobillo me estaba matando) al Da Tung, un restaurante cantonés que venía recomendado por la guía, y que Simon me dijo que estaba muy bien, a pesar de ser un poco caro. El restaurante ocupa varios pisos a partir de la planta quinta de un edificio céntrico en la zona que había recorrido el día anterior. Los camareros parecían un poco descolocados a la hora de atender a un extranjero que se presentaba en solitario, y es que todos los platos de la carta venían en raciones demasiado abundantes para un solo comensal. Toda la gente que estaba comiendo en la sala lo hacía por lo menos en parejas, y me llevó un rato conseguir que me sirvieran medio cochinillo asado. Mereció la pena sin embargo. Crujiente por fuera y tierno por dentro, no me resultó nada grasiento, y salí del restaurante feliz y contento.
La estación de los autobuses a Macao estaba cerca, así que fui andando junto al río para bajar la comida y despedirme de Guangzhou.

4 Comments:

Anonymous Anonymous said...

manda fotos si puedes

7:34 PM

 
Anonymous Anonymous said...

Pues ya has visto Guangzhou, que es a Shenzen lo que Bilbao a San Sebastian.

Quedan tres días para tu llegada.

Un abrazo.

2:47 AM

 
Anonymous Anonymous said...

Martín, eres la pera limonera. ¡Vuelve a escribir, por favor!

4:55 PM

 
Anonymous Anonymous said...

Y ahí va otra vez. Quien lo diría...

7:37 AM

 

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