Un viaje alucinante 2
A primera hora del lunes emprendimos la marcha hacia la frontera con Camboya, en Poipet. El trayecto en autobús duró unas cuatro horas durante las cuales dormimos, comimos brochetas de carne y mangos, e hicimos lo posible por entender lo que pasaba en una comedia romántica protagonizada por Petchai Wongkamlao, un actor cómico muy feo que descubrí hace años en una película de culto llamada Killer Tatoo, y que sale en todas las pelis tailandesas que he visto desde entonces.
Nuestra intención era cruzar la frontera y coger uno de los muchos pick-ups (camionetas con la parte trasera descubierta, al estilo americano, que funcionan como autobuses) para llegar a Siem Reap, ciudad contigua a los templos de Angkor. G había experimentado la aventura un año antes y nos había transmitido su entusiasmo a mí y a M, mientras que I parecía tomárselo con resignación, a pesar de que de vez en cuando trataba de asustarnos hablando de minas antipersona sin desactivar y grupos rebeldes de khmeres rojos acechando en la jungla.
En el mercado del lado tailandés de la frontera nos pertrechamos de “kramas” (pañuelos camboyanos semejantes a los palestinos, pero con más colorido) para el polvo y sombreros para el sol. Inmediatamente después de tramitar los visados, y en la misma oficina aduanera donde nos sellaban los pasaportes, I hizo contacto con un nativo que nos informó de que la forma más segura de llegar a Siem Reap era tomar el autobús turístico. A pesar de que I no lo aprobaba, rechazamos amablemente la oferta y salimos a Poipet. De repente nos encontramos en medio de una carretera de tierra que de perdía en la distancia a través de una interminable sucesión de chavolas, hostales y casinos de mala muerte. La calle estaba alfombrada de inmundicia, y cada una de los cientos de motos que la transitaban levantaba una nube de polvo irrespirable. Motos por todas partes. A cada diez metros había un grupo de moteros enmascarados esperando a arremolinarse entorno al primer turista que vieran, y ofrecerse a llevarlo a donde hiciera falta (bus station, hotel, casino, smoke, bun-bun…).
Ni qué decir tiene que I se volvió más insistente respecto al autobús, e incluso empezó a amenazar con tomarlo ella sola. Nadie dijo “vale, hazlo”, pero yo no pensé otra cosa.
Cuando G comenzó a negociar la tarifa del primer pick-up que encontramos, el tipo de la aduana se acercó en moto con un amigo. Mientras uno nos insistía en la conveniencia de coger el autobús, el otro habló con el conductor, que se apresuró a abandonar el lugar.
Seguimos caminando para ver si dábamos esquinazo a aquel par de plastas, pero cada vez que dábamos con un pick-up la situación se repetía idénticamente.
I se volvió manifiestamente hostil hacia el resto, en especial hacia G. Perjuraba y se lamentaba, en su propio idioma y en el de Shakespeare (supongo que para que le entendiera bien), del inmenso error que había cometido al rodearse de tres de los típicos turistas que pretenden estúpidamente no serlo. Puedo entender el pánico de I, a mí aquel sitio también me daba malas vibraciones, pero ella sabía cual era el plan cuando se apuntó al viaje, y nada le impedía coger el autobús si le apetecía. Por si fuera poco, cada vez que los plastas de la moto se nos acercaban, I se ponía a hablar con ellos en lugar de ignorarlos, lo cual era prácticamente una invitación a que nos siguieran.
Tras una tensa discusión durante la que me alegré de no saber francés, decidimos poner en práctica una estratagema según la cual yo, G e I, nos quedaríamos quietos junto a un pick-up, mientras que M retrocedía para conseguir otro pick-up que nos esperara más adelante. La cosa parecía que iba a funcionar, pero, yendo hacia el otro pick-up, I se quedaba constantemente rezagada, y cuando los plastas reaparecieron volvió a hablar con ellos, arrastrándolos con nosotros. “No vais a encontrar ningún pick up que os lleve” nos dijo el muy canalla. “Sobre todo si vosotros habláis antes con ellos” respondió G. El motero plasta se rió con descaro y volvió da darse un paseo.
Visto que era imposible ganar con uno del equipo jugando en contra, terminamos cogiendo un taxi, sólo por no obedecer al mafioso de los autobuses.
Dentro del taxi (un Toyota que debía ser de algún color oscuro debajo de todo ese polvo rojo, con una manilla rota y una brecha en el parabrisas) el ambiente no era muy distendido. G respondía poco a poco a los intentos que hacíamos M y yo por entablar conversación, pero I apenas dijo “mu” en todo el viaje, acurrucada en el asiento delantero.
Interesante la parada en la gasolinera, una chavola provista de botellas y bidones de gasolina. El conductor se fumó el Alain Delon (marca de cigarrillos inexistente en el país de origen del actor) que le ofreció G mientras vertía el combustible en el depósito por medio de un embudo.
Aproximadamente la mitad del trayecto transcurrió por una carretera parcialmente asfaltada y llena de boquetes que el conductor trataba de esquivar con mayor o menor fortuna. Después sólo hubo tierra y oscuridad total. 160 km en cinco horas que nos sirvieron para hacernos una idea de la fisonomía de la zona. No vimos más carretera que la nuestra, ni otro núcleo urbanizado que Sisophon, prácticamente tan grande como Aulestia. El paisaje es más plano que en los Países Bajos, con algunos árboles, campos y más campos, y algunos riachuelos que salvamos a través de unos estrechos puentes parcheados con planchas no muy bien sujetas. Los rebaños de vacas y de búfalos raquíticos se cruzaban a menudo por la carretera, que se volvía invisible cada vez que circulábamos tras la estela de polvo y humo de los camiones. I salió un momento del trance para decir “!y queríais hacer ESTO en pick-up!”.
Llegamos a Siem Reap a las nueve de la noche, y nos alojamos en el segundo albergue que miramos, el “Sunrise”. El establecimiento no es nada del otro mundo, pero es barato, los propietarios son encantadores, y encima tiene una terraza fantástica en el primer piso.
Durante la cena quedó claro que las diferencias entre G e I eran insalvables, y de ahí en adelante no volvieron a dirigirse la palabra, aunque es justo decir que a G a penas volvimos a verle el pelo (al día siguiente alquiló una bici y se fue a visitar a un anciano guía camboyano del que se hizo amigo en su anterior visita al país).
El resto contratamos a un conductor de tuk-tuk llamado Votha que nos llevó por los templos los siguientes días.
Me cayó bien Votha. Algo chaparro pero con buena planta (lo primero que hacía al parar en cualquier parte era mojarse el pelo hacia atrás), también trabajaba por las noches en el restaurante tailandés que había frente al albergue. Había estudiado inglés en el instituto, pero estoy seguro de que lo había perfeccionado por otros medios o el resto de los países harían bien en imitar el sistema educativo camboyano, y planeaba ir a la universidad a estudiar para guía licenciado. Daba la impresión de ser bastante popular porque se conocía a todo el mundo, lumpen o no lumpen, y presumía de tener tres novias, aspecto que no puedo confirmar ni desmentir. De lo que no me cabe duda es de que, de habérselo pedido, nos hubiera sabido llevar a la granja donde disparan cohetes contra las vacas.
El conjunto monumental de Angkor consta de alrededor de cien templos construidos entre los siglos IX y XV por reyes con nombres como Jayavarman, Indravarman, o Udayadityavarman, repartidos sobre una superficie de unos 300 KM2. Por supuesto, no faltan expertos que sostienen que la disposición de los templos se corresponde con la de las estrellas de no se qué constelación, prueba irrefutable de la prodigiosa sofisticación de la civilización Khmer. Uno se toma estas cosas con bastante escepticismo y rechifla cuando se refieren a las ruinas megalíticas de Stonehenge, o el dolmen de Formigueiro, pero no me reiría de quien dijera tener pruebas de la implicación de visitantes de Alfa Centauro en el levantamiento de estos templos.
Sin embargo, como soy un descreído, lo primero que pensé al atravesar una de las puertas de la muralla de Angkor Thom fue que aquello no podía ser de verdad, aquello lo tenían que haber construido los americanos para sangrar a los turistas. De hecho, lo primero que hice al bajar del tuk-tuk fue cerciorarme de que el templo de Bayon no era de cartón piedra.
Éste fue el primer templo que visitamos, y, por lo tanto, el que más viva impresión me dejó. Un templo de piedra gris clara con abundantes torres que recordaban ligeramente a los “prang” tailandeses, pero con cuatro grandes caras esculpidas mirando a cada uno de los puntos cardinales. Paseando distraídamente por uno de los patios, M y yo fuimos captados por una anciana con pinta de bruja a la que seguimos hasta una pequeña capilla. Allí nos dio unas varas de incienso que debíamos sujetar entre las palmas de las manos, arrodillados ante una estatua de Buda, mientras repetíamos una oración que, si no recuerdo mal, era algo así: “for papá, for mamá, for khommmm…”. Dimos un dólar por cabeza como donativo y salimos de la sala temerosos de haber cometido algún error en la liturgia que nos chafara el karma.
También fue en este templo donde tuvimos el primer contacto con las típicas escaleras Khmer, de las que os hablaré cuando lleguemos a Angkor Wat. Sólo decir que el equipo japonés encargado de restaurar el templo demostró tener muy buen juicio al superponer una escalera metálica convencional en uno de los lados.
Visitamos unos cinco templos aquel día, entre los que destacaré el de Ta Prom., el favorito de M e I, un precioso templo de piedra oscura cubierta de musgo, entre cuyas rendijas se han abierto paso unos árboles mastodónticos que dejan caer sus raíces sobre los tejados.
Al igual que en Tailandia, aquí también hay “garudas” y “nagas”, pero hay otros motivos no menos espectaculares que se repiten más a menudo. Uno son las torres de cuatro caras, y otro son las “barandillas” de los pasos elevados que cruzan los fosos que rodean los muros de los templos. Las barandillas no son otra cosa que hileras de estatuas de hombres haciendo sokatira con una gruesa serpiente. Esperad a ver la foto.
Como lectores aplicados de la Lonely Planet, dejamos la visita a Angkor Wat, el templo más célebre y espectacular (su imagen aparece en el centro de la bandera de Camboya), para el final. El motivo es que su fachada principal da al oeste, así que se ve mejor al atardecer.
Entre la entrada exterior y el templo propiamente dicho, atravesamos una pasarela de varios cientos de metros, y caí en la cuenta de que todos los turistas, todos menos los que tenían el pelo largo por lo menos, tenían la nuca del color del chile tailandés. Yo tampoco me había librado, aunque gracias al sombrero que compré en Poipet había salvado la mayor parte del cuello.
El templo tiene bien ganada su fama, y seguramente sea el más grande y hermoso de todos, pero tal vez sea esto lo que hace que muchos se encariñen más con otros templos menos inabarcables.
Recorrimos algunos de los patios exteriores y llegamos a la parte central del complejo, un templo dentro del templo subido en una inmensa estructura trapezoidal al que se sube por medio de las impracticables escaleras khmer. Inversamente a la tendencia arquitectónica contemporánea impuesta por Frank Gehry en su escalinata del Guggenheim, los antiguos khmer gustaban de hacer los escalones el doble de estrechos y altos de lo aconsejable, de modo que cuando uno está en lo alto apenas puede ver por donde ha subido. Algún ingeniero japonés debió de dar con la idea de colocar una varilla de hierro que sirviera de pasamanos en uno de los lados, pero, lamentablemente, las colas que se forman para hacer uso de dicha barandilla obligan a muchos visitantes a jugarse el pellejo bajando por los otros lados. Es por esto que, según Votha, no pasa un año sin que alguno se escalabre. La última víctima del Angkor Wat fue un guía coreano que cayó desde lo alto rompiéndose las dos piernas y el cráneo.
De vuelta en el Sunrise, nos tomamos unas cervezas Angkor en la terraza mientras observábamos a los lagartos, dos de ellos de medio metro, darse un festín de moscas y mosquitos junto al fluorescente de la pared. Allí conocimos a Nino, un osado mochilero alemán que había llegado de Poipet en pick-up. Su descripción de la experiencia no animaba a imitarle (tormenta en el camino, coches atascados en lodazales…). M e I tenían claro que no iban a seguir sus pasos (ya habían decidido regresar a Bangkok en avión), mientras que yo estaba indeciso. Cuando G volvió de estar con su compadre camboyano, me dijo que volvería en pick-up, pero que no sabía exactamente a qué hora, porque pasaría la noche del miércoles al jueves en casa del anciano. Yo quería asegurarme de llegar a Bangkok a tiempo para descansar un poco y coger el vuelo a Shenzhen a las siete de la mañana del viernes, así que convinimos en que le esperaría hasta las ocho y luego volvería a Bangkok por mis propios medios.
Cenamos sopa tom yum goong y unos rollos de primavera fríos envueltos con pasta de arroz, una especialidad culinaria que los camboyanos comparten con sus vecinos vietnamitas, y salí con Nino y M a explorar la vida nocturna de Siem Reap.
Siem Reap es la tercera ciudad de Camboya, pero no tiene gran cosa que ver aparte de hoteles de lujo, algunos edificios oficiales, y un montón de albergues. Por la noche la oscuridad es casi absoluta y sólo se oyen los ladridos y los aullidos de las manadas de perros callejeros, aparte del perpetuo cri-cri de los grillos. Estuvimos en un par de bares algo desangelados y terminamos yendo al Martini, una discoteca que llamó nuestra atención por su iluminación navideña. Mientras estábamos sentados en una mesa se me acercó una chica y me preguntó si quería bailar. Acepté gustoso la invitación, pero cuando me dijo que no lo haría con ella sino con otra de las chicas del local, me volví a sentar. Nos fuimos cuando pusieron la de la gasolina.
El miércoles Votha nos llevó a ver más templos. Junto a cada templo siempre hay una serie de tenderetes y chiringuitos donde se refugian los conductores de tuk-tuk para tomar el fresco en las hamacas, mientras los turistas se achicharran bajo el sol, constantemente acosados por niños que intentan venderles refrescos, flautas de bambú, guías turísticas, pañuelos, camisetas con la señal de peligro por campo de minas… Además de a los templos, Votha nos llevó a unas chozas donde extraían azúcar a partir de un fruto de palmera con forma de espiga. La técnica consistía en cocer la sustancia gelatinosa del interior del fruto en una gran palangana metálica que colocaban sobre una hoguera encendida en el interior de un tronco hueco. En la palangana habían grabado una elipse con un murciélago en su interior. Después del viaje, viendo El puente sobre el río Kwai, deduje que esta fijación con los roedores voladores bien podía deberse a las bandadas de murciélagos gigantes que pueblan las selvas de Tailandia y Camboya
M, notable alpinista forjado en las más inaccesibles paredes y cumbres de los Alpes suizos, les cogió gran afición a las escaleras khmer e instaba a Votha a que parara ante cualquier templo de forma piramidal. Fue así como nos detuvimos ante un empinadísimo camino de tierra flanqueado por dos leones de piedra. Tras una ardua subida, llegamos a una planicie en cuyo centro se alzaba un templo de impresionantes dimensiones que M se apresuró a coronar, poseído por los espíritus de los antiguos khmer. Yo le seguí aferrándome a los escalones cual karramarro, e I hizo lo mismo cuando hubo recuperado el aliento, un cuarto de hora después.
La vista desde la cima era espectacular. El templo de Angkor se veía al sudeste como si fuera una maqueta diminuta, y, dada la falta de relieve del paisaje, la extensión de bosques, campos y lagos se perdía en el horizonte miraras a donde miraras. Como sólo había unas diez personas además de nosotros, felicitamos a M por haber dado con uno de los tesoros ocultos de Angkor. Desgraciadamente, según atardecía empezó a llegar más gente, de forma moderada, al principio, y mutitudinaria, después. Lejos de ser el paraje ignoto que creíamos haber descubierto, Phom Bakeng resultó ser el lugar donde va todo el mundo para contemplar el ocaso. Decidimos bajar de allí en compañía de unas señoras irlandesas mientras hubiera espacio para moverse. Bajar las escaleras y la pendiente de tierra en contra de la marea humana no fue tarea fácil, sobre todo cuando tuvimos que ayudar a una de las irlandesas que se había agarrado a un árbol, paralizada por el terror, pero hubiera sido más peligroso permanecer en la cumbre cuando la gente empezara a desbordar.
En el camino de vuelta hacia Siem Reap me tomé una Mirinda congelada mientras decidía qué hacer al día siguiente si G no aparecía a tiempo. Si un francés y un alemán habían sobrevivido a la experiencia de mochilero definitiva (the ultimate backpacking experience), ¿qué había de temer yo, que era de Bilbao?
Como esperaba, G no apareció antes de las ocho del jueves, así que me fui directo a la gasolinera de donde salen los pick-ups. No faltó un plasta que me intentó convencer para que cogiera el autobús, pero le dejé claro que de ninguna manera iba a volver a Siem Reap en algo que no fuera un pick-up. Contacté inmediatamente a un chofer que se ofreció a llevarme por el precio que G me había recomendado (3 $), y ya estaba sentado en la parte de atrás de la camioneta con una señora que llevaba un bebé en brazos. Según se llenaba el vehículo, empecé a tener dudas sobre lo que estaba haciendo allí, rodeado de esa gente que me señalaba y se reía como si estuviera loco por haberme subido a ese aparato pudiendo viajar confortablemente en el autobús. Ahora que lo pienso, puede que fuera la camiseta de Batman lo que les hacía tanta gracia. Yo les sonreía e intentaba no pensar en lo dicho por I sobre los turistas estúpidos que fingen ser otra cosa de lo que son.
Como el vehículo no estaba lo bastante lleno, nos dimos un rute por la ciudad hasta que recogimos a unas veinticinco almas, sin contar a las de la cabina. Parte del equipaje estaba subido a la vaca, y el resto, incluida mi mochila, se encontraba sepultado debajo de la gente. M e I me hicieron un gran favor al llevarse mi mochila grande, dejándome con lo imprescindible.
Las mujeres y los niños iban amontonados en el centro, mientras que los hombres íbamos sentados en los costados y en la vaca. Me arrepentí de no haberme subido a la vaca cuando pude, porque abajo tenía las piernas aprisionadas contra la cabina, medio culo fuera y sólo una mano para sujetarme. El viejo de mi izquierda había cruzado su brazo frente a mi cara para sujetarse a la vaca, así que me tenía que echar hacia atrás como si hiciera windsurf sobre la carretera. Aguantando horas de sol, polvo, baches, charcos y bandazos en esta postura tan natural, ya no pensaba en el autobús o en I, ya no pensaba en nada. Aquello era como hacer rafting en un bote de gansos.
Finalmente, terminamos haciendo un alto junto a una charca de aguas turbias donde algunos aprovecharon para refrescarse mientras el chofer recaudaba el dinero del pasaje. Al reincorporarnos a la carretera, nos detuvimos en un atasco y un grupo de pasajeros me informó de que los que íbamos a Poipet debíamos cambiarnos al pick-up contiguo. Me despedí del viejo con el que había mantenido un largo diálogo de besugos desde que dejamos Siem Reap y seguí al grupo hasta otro coche que, gracias a dios, estaba bastante más vacío. Detenidos en el atasco, pregunté a un guiri que había salido de un autobús a estirar las piernas a ver si sabía qué pasaba. Al parecer, a un camión se le había atascado una rueda en el puente. La cosa tardó una media hora en despejarse, momento en el que descubrimos que el motor del pick-up no tiraba. Bajamos a tierra y empujamos un rato hasta que se puso en marcha. El motor no volvió a dejarnos tirados, pero hacía “ayayayayay…” cada vez que acelerábamos. En un control, el chofer le largó un fajo de billetes a un policía sin detenerse, y en otro control, otro policía (ametralladora en ristre) hizo amago de detenernos hasta que reconoció al conductor y nos dejó pasar con una reverencia.
Llegamos a Poipet alrededor de las dos y media, pagué dos dólares al señor chofer, y me subí en un mototaxi que me llevó hasta la frontera.
Cubierto de polvo rojo de pies a cabeza, y sin haberme afeitado en una semana, era, sin lugar a dudas, el individuo más andrajoso de la cola de la aduana, pero no tuve problemas para pasar. Menos suerte hubo con el autobús a Bangkok, un “por pueblos” con goteras, que tardó seis horas en hacer el mismo trayecto que nos llevó cuatro a la ida. El tráfico estaba congestionado porque al día siguiente se celebraba una festividad llamada Royal Ploughing Ceremony en Bangkok, y también tuve que pelear por el taxi a Kaoshan.
Me alojé en el Sawasdee, me di una buena ducha, y llegué a tiempo a mi cita con los demás, a las diez y media en el Gulliver’s, un bar algo espantoso pero muy popular. No me importó que mis compañeros llegaran media hora tarde. Estaba muy a gusto tomándome mi cerveza Singha, servida en una jarra llena hasta la mitad de agua congelada. Al llegar, M e I me explicaron que habían vuelto a visitar un par de templos y se habían pasado la tarde tomando cócteles de frutas en la piscina de un hotel de estilo colonial francés. Sonreí con superioridad sintiéndome como Kurtz en El corazón de las tinieblas.
G también llegó de una pieza tras la aventura del pick up, pero, bien porque estaba cansado, o porque no le apetecía, no acudió a la cita y se quedó en casa de su novia.
Al salir del Gulliver’s nos fuimos a una estación de servicio habilitada como bar, tomamos una copas, y nos preguntamos qué clase de alucinógeno nos habían puesto en ellas al ver pasar un elefante por la acera.
Al día siguiente, yo e I fuimos despertados a las cinco de la madrugada tal y como habíamos pedido, y nos fuimos directos al aeropuerto, pero en la ventanilla de facturación nos informaron de que el vuelo se retrasaría unas siete horas. Allí estaba también el alemán con pinta de borracho del viaje de ida. Él e I se indignaron tanto y protestaron con tal vehemencia que pasé un poco de vergüenza y terminé compadeciendo a las azafatas, que no tardaron en informarnos de que había un autobús en camino para llevarnos a un hotel. En el bus, I, que no había parado de protestar ni un segundo y ya se había hecho amiga del alemán (que en realidad era un sueco y estaba más sobrio de lo que aparentaba), tuvo una ocurrencia genial. “¡Eso es!” exclamó, y me dedicó una sonrisa demente que me heló la sangre. Si esto fuera un cómic, la dibujaría con símbolos del dólar en los ojos. Según ella, el que sólo hubiéramos visto a unas diez personas que se quedaron sin coger el avión sólo podía significar una cosa: estábamos ante un caso de overbooking y, por lo tanto, estábamos en nuestro derecho de exigir que se nos reembolsara el dinero del pasaje. Lo que debíamos hacer al volver al aeropuerto era organizar un escándalo y hacer que los de Bangkok Airlines admitieran haber vendido más plazas de las que tenían. Con el sueco como su principal aliado, fue contagiando la fiebre del oro a todo el autobús, hasta el punto de que yo mismo, que no quería saber nada del asunto al principio, empecé a pensar que la cosa podía no ser tan descabellada como parecía. Desconocía la existencia de una ley internacional que obligara a devolver el dinero del pasaje en caso de overbooking, pero la perspectiva era muy tentadora.
Con overbooking o sin el, lo cierto es que los de Aerolíneas Bangkok se portaron al alojarnos en el Miracle Grand, un hotel de superlujo que puso la guinda a mi estancia en Tailandia. En el buffet-desayuno comí pankakes con piña y sirope, huevos fritos con bacon, pasteles y macedonia de frutas, acompañado de café y zumo natural de naranja con pomelo. Decidí dejar el Sushi, la tortilla de pimientos y las tostadas para más adelante, con la esperanza de que el avión se retrasara otro par de días, y subí a mi suite, que era como la de Deng Xiaoping en su última visita a Shenzhen: dos camas, mesa de despacho, mesa de te, sillones con reposapiés, tele en la bañera y toda la pesca. Me di un baño de espuma, me afeité, me eché en la cama y soñé con cosas bonitas.
Cuando volvimos al aeropuerto había decidido quedarme cautelosamente en segundo plano, puesto que estaba claro que I y el sueco no me necesitaban para armar la marimorena. Bien pensado, porque no había overbooking. No habíamos visto al resto de la gente del avión porque el resto de los pasajeros formaban parte de un grupo de chinos procedentes de Singapur, incapaces de pisar suelo tailandés al carecer de una visa que no se nos exige a los visitantes occidentales.
Nos quedamos sin overbooking, pero estaba fresco y descansado, además de contento de volver a casa, digo a Shenzhen.
Nuestra intención era cruzar la frontera y coger uno de los muchos pick-ups (camionetas con la parte trasera descubierta, al estilo americano, que funcionan como autobuses) para llegar a Siem Reap, ciudad contigua a los templos de Angkor. G había experimentado la aventura un año antes y nos había transmitido su entusiasmo a mí y a M, mientras que I parecía tomárselo con resignación, a pesar de que de vez en cuando trataba de asustarnos hablando de minas antipersona sin desactivar y grupos rebeldes de khmeres rojos acechando en la jungla.
En el mercado del lado tailandés de la frontera nos pertrechamos de “kramas” (pañuelos camboyanos semejantes a los palestinos, pero con más colorido) para el polvo y sombreros para el sol. Inmediatamente después de tramitar los visados, y en la misma oficina aduanera donde nos sellaban los pasaportes, I hizo contacto con un nativo que nos informó de que la forma más segura de llegar a Siem Reap era tomar el autobús turístico. A pesar de que I no lo aprobaba, rechazamos amablemente la oferta y salimos a Poipet. De repente nos encontramos en medio de una carretera de tierra que de perdía en la distancia a través de una interminable sucesión de chavolas, hostales y casinos de mala muerte. La calle estaba alfombrada de inmundicia, y cada una de los cientos de motos que la transitaban levantaba una nube de polvo irrespirable. Motos por todas partes. A cada diez metros había un grupo de moteros enmascarados esperando a arremolinarse entorno al primer turista que vieran, y ofrecerse a llevarlo a donde hiciera falta (bus station, hotel, casino, smoke, bun-bun…).
Ni qué decir tiene que I se volvió más insistente respecto al autobús, e incluso empezó a amenazar con tomarlo ella sola. Nadie dijo “vale, hazlo”, pero yo no pensé otra cosa.
Cuando G comenzó a negociar la tarifa del primer pick-up que encontramos, el tipo de la aduana se acercó en moto con un amigo. Mientras uno nos insistía en la conveniencia de coger el autobús, el otro habló con el conductor, que se apresuró a abandonar el lugar.
Seguimos caminando para ver si dábamos esquinazo a aquel par de plastas, pero cada vez que dábamos con un pick-up la situación se repetía idénticamente.
I se volvió manifiestamente hostil hacia el resto, en especial hacia G. Perjuraba y se lamentaba, en su propio idioma y en el de Shakespeare (supongo que para que le entendiera bien), del inmenso error que había cometido al rodearse de tres de los típicos turistas que pretenden estúpidamente no serlo. Puedo entender el pánico de I, a mí aquel sitio también me daba malas vibraciones, pero ella sabía cual era el plan cuando se apuntó al viaje, y nada le impedía coger el autobús si le apetecía. Por si fuera poco, cada vez que los plastas de la moto se nos acercaban, I se ponía a hablar con ellos en lugar de ignorarlos, lo cual era prácticamente una invitación a que nos siguieran.
Tras una tensa discusión durante la que me alegré de no saber francés, decidimos poner en práctica una estratagema según la cual yo, G e I, nos quedaríamos quietos junto a un pick-up, mientras que M retrocedía para conseguir otro pick-up que nos esperara más adelante. La cosa parecía que iba a funcionar, pero, yendo hacia el otro pick-up, I se quedaba constantemente rezagada, y cuando los plastas reaparecieron volvió a hablar con ellos, arrastrándolos con nosotros. “No vais a encontrar ningún pick up que os lleve” nos dijo el muy canalla. “Sobre todo si vosotros habláis antes con ellos” respondió G. El motero plasta se rió con descaro y volvió da darse un paseo.
Visto que era imposible ganar con uno del equipo jugando en contra, terminamos cogiendo un taxi, sólo por no obedecer al mafioso de los autobuses.
Dentro del taxi (un Toyota que debía ser de algún color oscuro debajo de todo ese polvo rojo, con una manilla rota y una brecha en el parabrisas) el ambiente no era muy distendido. G respondía poco a poco a los intentos que hacíamos M y yo por entablar conversación, pero I apenas dijo “mu” en todo el viaje, acurrucada en el asiento delantero.
Interesante la parada en la gasolinera, una chavola provista de botellas y bidones de gasolina. El conductor se fumó el Alain Delon (marca de cigarrillos inexistente en el país de origen del actor) que le ofreció G mientras vertía el combustible en el depósito por medio de un embudo.
Aproximadamente la mitad del trayecto transcurrió por una carretera parcialmente asfaltada y llena de boquetes que el conductor trataba de esquivar con mayor o menor fortuna. Después sólo hubo tierra y oscuridad total. 160 km en cinco horas que nos sirvieron para hacernos una idea de la fisonomía de la zona. No vimos más carretera que la nuestra, ni otro núcleo urbanizado que Sisophon, prácticamente tan grande como Aulestia. El paisaje es más plano que en los Países Bajos, con algunos árboles, campos y más campos, y algunos riachuelos que salvamos a través de unos estrechos puentes parcheados con planchas no muy bien sujetas. Los rebaños de vacas y de búfalos raquíticos se cruzaban a menudo por la carretera, que se volvía invisible cada vez que circulábamos tras la estela de polvo y humo de los camiones. I salió un momento del trance para decir “!y queríais hacer ESTO en pick-up!”.
Llegamos a Siem Reap a las nueve de la noche, y nos alojamos en el segundo albergue que miramos, el “Sunrise”. El establecimiento no es nada del otro mundo, pero es barato, los propietarios son encantadores, y encima tiene una terraza fantástica en el primer piso.
Durante la cena quedó claro que las diferencias entre G e I eran insalvables, y de ahí en adelante no volvieron a dirigirse la palabra, aunque es justo decir que a G a penas volvimos a verle el pelo (al día siguiente alquiló una bici y se fue a visitar a un anciano guía camboyano del que se hizo amigo en su anterior visita al país).
El resto contratamos a un conductor de tuk-tuk llamado Votha que nos llevó por los templos los siguientes días.
Me cayó bien Votha. Algo chaparro pero con buena planta (lo primero que hacía al parar en cualquier parte era mojarse el pelo hacia atrás), también trabajaba por las noches en el restaurante tailandés que había frente al albergue. Había estudiado inglés en el instituto, pero estoy seguro de que lo había perfeccionado por otros medios o el resto de los países harían bien en imitar el sistema educativo camboyano, y planeaba ir a la universidad a estudiar para guía licenciado. Daba la impresión de ser bastante popular porque se conocía a todo el mundo, lumpen o no lumpen, y presumía de tener tres novias, aspecto que no puedo confirmar ni desmentir. De lo que no me cabe duda es de que, de habérselo pedido, nos hubiera sabido llevar a la granja donde disparan cohetes contra las vacas.
El conjunto monumental de Angkor consta de alrededor de cien templos construidos entre los siglos IX y XV por reyes con nombres como Jayavarman, Indravarman, o Udayadityavarman, repartidos sobre una superficie de unos 300 KM2. Por supuesto, no faltan expertos que sostienen que la disposición de los templos se corresponde con la de las estrellas de no se qué constelación, prueba irrefutable de la prodigiosa sofisticación de la civilización Khmer. Uno se toma estas cosas con bastante escepticismo y rechifla cuando se refieren a las ruinas megalíticas de Stonehenge, o el dolmen de Formigueiro, pero no me reiría de quien dijera tener pruebas de la implicación de visitantes de Alfa Centauro en el levantamiento de estos templos.
Sin embargo, como soy un descreído, lo primero que pensé al atravesar una de las puertas de la muralla de Angkor Thom fue que aquello no podía ser de verdad, aquello lo tenían que haber construido los americanos para sangrar a los turistas. De hecho, lo primero que hice al bajar del tuk-tuk fue cerciorarme de que el templo de Bayon no era de cartón piedra.
Éste fue el primer templo que visitamos, y, por lo tanto, el que más viva impresión me dejó. Un templo de piedra gris clara con abundantes torres que recordaban ligeramente a los “prang” tailandeses, pero con cuatro grandes caras esculpidas mirando a cada uno de los puntos cardinales. Paseando distraídamente por uno de los patios, M y yo fuimos captados por una anciana con pinta de bruja a la que seguimos hasta una pequeña capilla. Allí nos dio unas varas de incienso que debíamos sujetar entre las palmas de las manos, arrodillados ante una estatua de Buda, mientras repetíamos una oración que, si no recuerdo mal, era algo así: “for papá, for mamá, for khommmm…”. Dimos un dólar por cabeza como donativo y salimos de la sala temerosos de haber cometido algún error en la liturgia que nos chafara el karma.
También fue en este templo donde tuvimos el primer contacto con las típicas escaleras Khmer, de las que os hablaré cuando lleguemos a Angkor Wat. Sólo decir que el equipo japonés encargado de restaurar el templo demostró tener muy buen juicio al superponer una escalera metálica convencional en uno de los lados.
Visitamos unos cinco templos aquel día, entre los que destacaré el de Ta Prom., el favorito de M e I, un precioso templo de piedra oscura cubierta de musgo, entre cuyas rendijas se han abierto paso unos árboles mastodónticos que dejan caer sus raíces sobre los tejados.
Al igual que en Tailandia, aquí también hay “garudas” y “nagas”, pero hay otros motivos no menos espectaculares que se repiten más a menudo. Uno son las torres de cuatro caras, y otro son las “barandillas” de los pasos elevados que cruzan los fosos que rodean los muros de los templos. Las barandillas no son otra cosa que hileras de estatuas de hombres haciendo sokatira con una gruesa serpiente. Esperad a ver la foto.
Como lectores aplicados de la Lonely Planet, dejamos la visita a Angkor Wat, el templo más célebre y espectacular (su imagen aparece en el centro de la bandera de Camboya), para el final. El motivo es que su fachada principal da al oeste, así que se ve mejor al atardecer.
Entre la entrada exterior y el templo propiamente dicho, atravesamos una pasarela de varios cientos de metros, y caí en la cuenta de que todos los turistas, todos menos los que tenían el pelo largo por lo menos, tenían la nuca del color del chile tailandés. Yo tampoco me había librado, aunque gracias al sombrero que compré en Poipet había salvado la mayor parte del cuello.
El templo tiene bien ganada su fama, y seguramente sea el más grande y hermoso de todos, pero tal vez sea esto lo que hace que muchos se encariñen más con otros templos menos inabarcables.
Recorrimos algunos de los patios exteriores y llegamos a la parte central del complejo, un templo dentro del templo subido en una inmensa estructura trapezoidal al que se sube por medio de las impracticables escaleras khmer. Inversamente a la tendencia arquitectónica contemporánea impuesta por Frank Gehry en su escalinata del Guggenheim, los antiguos khmer gustaban de hacer los escalones el doble de estrechos y altos de lo aconsejable, de modo que cuando uno está en lo alto apenas puede ver por donde ha subido. Algún ingeniero japonés debió de dar con la idea de colocar una varilla de hierro que sirviera de pasamanos en uno de los lados, pero, lamentablemente, las colas que se forman para hacer uso de dicha barandilla obligan a muchos visitantes a jugarse el pellejo bajando por los otros lados. Es por esto que, según Votha, no pasa un año sin que alguno se escalabre. La última víctima del Angkor Wat fue un guía coreano que cayó desde lo alto rompiéndose las dos piernas y el cráneo.
De vuelta en el Sunrise, nos tomamos unas cervezas Angkor en la terraza mientras observábamos a los lagartos, dos de ellos de medio metro, darse un festín de moscas y mosquitos junto al fluorescente de la pared. Allí conocimos a Nino, un osado mochilero alemán que había llegado de Poipet en pick-up. Su descripción de la experiencia no animaba a imitarle (tormenta en el camino, coches atascados en lodazales…). M e I tenían claro que no iban a seguir sus pasos (ya habían decidido regresar a Bangkok en avión), mientras que yo estaba indeciso. Cuando G volvió de estar con su compadre camboyano, me dijo que volvería en pick-up, pero que no sabía exactamente a qué hora, porque pasaría la noche del miércoles al jueves en casa del anciano. Yo quería asegurarme de llegar a Bangkok a tiempo para descansar un poco y coger el vuelo a Shenzhen a las siete de la mañana del viernes, así que convinimos en que le esperaría hasta las ocho y luego volvería a Bangkok por mis propios medios.
Cenamos sopa tom yum goong y unos rollos de primavera fríos envueltos con pasta de arroz, una especialidad culinaria que los camboyanos comparten con sus vecinos vietnamitas, y salí con Nino y M a explorar la vida nocturna de Siem Reap.
Siem Reap es la tercera ciudad de Camboya, pero no tiene gran cosa que ver aparte de hoteles de lujo, algunos edificios oficiales, y un montón de albergues. Por la noche la oscuridad es casi absoluta y sólo se oyen los ladridos y los aullidos de las manadas de perros callejeros, aparte del perpetuo cri-cri de los grillos. Estuvimos en un par de bares algo desangelados y terminamos yendo al Martini, una discoteca que llamó nuestra atención por su iluminación navideña. Mientras estábamos sentados en una mesa se me acercó una chica y me preguntó si quería bailar. Acepté gustoso la invitación, pero cuando me dijo que no lo haría con ella sino con otra de las chicas del local, me volví a sentar. Nos fuimos cuando pusieron la de la gasolina.
El miércoles Votha nos llevó a ver más templos. Junto a cada templo siempre hay una serie de tenderetes y chiringuitos donde se refugian los conductores de tuk-tuk para tomar el fresco en las hamacas, mientras los turistas se achicharran bajo el sol, constantemente acosados por niños que intentan venderles refrescos, flautas de bambú, guías turísticas, pañuelos, camisetas con la señal de peligro por campo de minas… Además de a los templos, Votha nos llevó a unas chozas donde extraían azúcar a partir de un fruto de palmera con forma de espiga. La técnica consistía en cocer la sustancia gelatinosa del interior del fruto en una gran palangana metálica que colocaban sobre una hoguera encendida en el interior de un tronco hueco. En la palangana habían grabado una elipse con un murciélago en su interior. Después del viaje, viendo El puente sobre el río Kwai, deduje que esta fijación con los roedores voladores bien podía deberse a las bandadas de murciélagos gigantes que pueblan las selvas de Tailandia y Camboya
M, notable alpinista forjado en las más inaccesibles paredes y cumbres de los Alpes suizos, les cogió gran afición a las escaleras khmer e instaba a Votha a que parara ante cualquier templo de forma piramidal. Fue así como nos detuvimos ante un empinadísimo camino de tierra flanqueado por dos leones de piedra. Tras una ardua subida, llegamos a una planicie en cuyo centro se alzaba un templo de impresionantes dimensiones que M se apresuró a coronar, poseído por los espíritus de los antiguos khmer. Yo le seguí aferrándome a los escalones cual karramarro, e I hizo lo mismo cuando hubo recuperado el aliento, un cuarto de hora después.
La vista desde la cima era espectacular. El templo de Angkor se veía al sudeste como si fuera una maqueta diminuta, y, dada la falta de relieve del paisaje, la extensión de bosques, campos y lagos se perdía en el horizonte miraras a donde miraras. Como sólo había unas diez personas además de nosotros, felicitamos a M por haber dado con uno de los tesoros ocultos de Angkor. Desgraciadamente, según atardecía empezó a llegar más gente, de forma moderada, al principio, y mutitudinaria, después. Lejos de ser el paraje ignoto que creíamos haber descubierto, Phom Bakeng resultó ser el lugar donde va todo el mundo para contemplar el ocaso. Decidimos bajar de allí en compañía de unas señoras irlandesas mientras hubiera espacio para moverse. Bajar las escaleras y la pendiente de tierra en contra de la marea humana no fue tarea fácil, sobre todo cuando tuvimos que ayudar a una de las irlandesas que se había agarrado a un árbol, paralizada por el terror, pero hubiera sido más peligroso permanecer en la cumbre cuando la gente empezara a desbordar.
En el camino de vuelta hacia Siem Reap me tomé una Mirinda congelada mientras decidía qué hacer al día siguiente si G no aparecía a tiempo. Si un francés y un alemán habían sobrevivido a la experiencia de mochilero definitiva (the ultimate backpacking experience), ¿qué había de temer yo, que era de Bilbao?
Como esperaba, G no apareció antes de las ocho del jueves, así que me fui directo a la gasolinera de donde salen los pick-ups. No faltó un plasta que me intentó convencer para que cogiera el autobús, pero le dejé claro que de ninguna manera iba a volver a Siem Reap en algo que no fuera un pick-up. Contacté inmediatamente a un chofer que se ofreció a llevarme por el precio que G me había recomendado (3 $), y ya estaba sentado en la parte de atrás de la camioneta con una señora que llevaba un bebé en brazos. Según se llenaba el vehículo, empecé a tener dudas sobre lo que estaba haciendo allí, rodeado de esa gente que me señalaba y se reía como si estuviera loco por haberme subido a ese aparato pudiendo viajar confortablemente en el autobús. Ahora que lo pienso, puede que fuera la camiseta de Batman lo que les hacía tanta gracia. Yo les sonreía e intentaba no pensar en lo dicho por I sobre los turistas estúpidos que fingen ser otra cosa de lo que son.
Como el vehículo no estaba lo bastante lleno, nos dimos un rute por la ciudad hasta que recogimos a unas veinticinco almas, sin contar a las de la cabina. Parte del equipaje estaba subido a la vaca, y el resto, incluida mi mochila, se encontraba sepultado debajo de la gente. M e I me hicieron un gran favor al llevarse mi mochila grande, dejándome con lo imprescindible.
Las mujeres y los niños iban amontonados en el centro, mientras que los hombres íbamos sentados en los costados y en la vaca. Me arrepentí de no haberme subido a la vaca cuando pude, porque abajo tenía las piernas aprisionadas contra la cabina, medio culo fuera y sólo una mano para sujetarme. El viejo de mi izquierda había cruzado su brazo frente a mi cara para sujetarse a la vaca, así que me tenía que echar hacia atrás como si hiciera windsurf sobre la carretera. Aguantando horas de sol, polvo, baches, charcos y bandazos en esta postura tan natural, ya no pensaba en el autobús o en I, ya no pensaba en nada. Aquello era como hacer rafting en un bote de gansos.
Finalmente, terminamos haciendo un alto junto a una charca de aguas turbias donde algunos aprovecharon para refrescarse mientras el chofer recaudaba el dinero del pasaje. Al reincorporarnos a la carretera, nos detuvimos en un atasco y un grupo de pasajeros me informó de que los que íbamos a Poipet debíamos cambiarnos al pick-up contiguo. Me despedí del viejo con el que había mantenido un largo diálogo de besugos desde que dejamos Siem Reap y seguí al grupo hasta otro coche que, gracias a dios, estaba bastante más vacío. Detenidos en el atasco, pregunté a un guiri que había salido de un autobús a estirar las piernas a ver si sabía qué pasaba. Al parecer, a un camión se le había atascado una rueda en el puente. La cosa tardó una media hora en despejarse, momento en el que descubrimos que el motor del pick-up no tiraba. Bajamos a tierra y empujamos un rato hasta que se puso en marcha. El motor no volvió a dejarnos tirados, pero hacía “ayayayayay…” cada vez que acelerábamos. En un control, el chofer le largó un fajo de billetes a un policía sin detenerse, y en otro control, otro policía (ametralladora en ristre) hizo amago de detenernos hasta que reconoció al conductor y nos dejó pasar con una reverencia.
Llegamos a Poipet alrededor de las dos y media, pagué dos dólares al señor chofer, y me subí en un mototaxi que me llevó hasta la frontera.
Cubierto de polvo rojo de pies a cabeza, y sin haberme afeitado en una semana, era, sin lugar a dudas, el individuo más andrajoso de la cola de la aduana, pero no tuve problemas para pasar. Menos suerte hubo con el autobús a Bangkok, un “por pueblos” con goteras, que tardó seis horas en hacer el mismo trayecto que nos llevó cuatro a la ida. El tráfico estaba congestionado porque al día siguiente se celebraba una festividad llamada Royal Ploughing Ceremony en Bangkok, y también tuve que pelear por el taxi a Kaoshan.
Me alojé en el Sawasdee, me di una buena ducha, y llegué a tiempo a mi cita con los demás, a las diez y media en el Gulliver’s, un bar algo espantoso pero muy popular. No me importó que mis compañeros llegaran media hora tarde. Estaba muy a gusto tomándome mi cerveza Singha, servida en una jarra llena hasta la mitad de agua congelada. Al llegar, M e I me explicaron que habían vuelto a visitar un par de templos y se habían pasado la tarde tomando cócteles de frutas en la piscina de un hotel de estilo colonial francés. Sonreí con superioridad sintiéndome como Kurtz en El corazón de las tinieblas.
G también llegó de una pieza tras la aventura del pick up, pero, bien porque estaba cansado, o porque no le apetecía, no acudió a la cita y se quedó en casa de su novia.
Al salir del Gulliver’s nos fuimos a una estación de servicio habilitada como bar, tomamos una copas, y nos preguntamos qué clase de alucinógeno nos habían puesto en ellas al ver pasar un elefante por la acera.
Al día siguiente, yo e I fuimos despertados a las cinco de la madrugada tal y como habíamos pedido, y nos fuimos directos al aeropuerto, pero en la ventanilla de facturación nos informaron de que el vuelo se retrasaría unas siete horas. Allí estaba también el alemán con pinta de borracho del viaje de ida. Él e I se indignaron tanto y protestaron con tal vehemencia que pasé un poco de vergüenza y terminé compadeciendo a las azafatas, que no tardaron en informarnos de que había un autobús en camino para llevarnos a un hotel. En el bus, I, que no había parado de protestar ni un segundo y ya se había hecho amiga del alemán (que en realidad era un sueco y estaba más sobrio de lo que aparentaba), tuvo una ocurrencia genial. “¡Eso es!” exclamó, y me dedicó una sonrisa demente que me heló la sangre. Si esto fuera un cómic, la dibujaría con símbolos del dólar en los ojos. Según ella, el que sólo hubiéramos visto a unas diez personas que se quedaron sin coger el avión sólo podía significar una cosa: estábamos ante un caso de overbooking y, por lo tanto, estábamos en nuestro derecho de exigir que se nos reembolsara el dinero del pasaje. Lo que debíamos hacer al volver al aeropuerto era organizar un escándalo y hacer que los de Bangkok Airlines admitieran haber vendido más plazas de las que tenían. Con el sueco como su principal aliado, fue contagiando la fiebre del oro a todo el autobús, hasta el punto de que yo mismo, que no quería saber nada del asunto al principio, empecé a pensar que la cosa podía no ser tan descabellada como parecía. Desconocía la existencia de una ley internacional que obligara a devolver el dinero del pasaje en caso de overbooking, pero la perspectiva era muy tentadora.
Con overbooking o sin el, lo cierto es que los de Aerolíneas Bangkok se portaron al alojarnos en el Miracle Grand, un hotel de superlujo que puso la guinda a mi estancia en Tailandia. En el buffet-desayuno comí pankakes con piña y sirope, huevos fritos con bacon, pasteles y macedonia de frutas, acompañado de café y zumo natural de naranja con pomelo. Decidí dejar el Sushi, la tortilla de pimientos y las tostadas para más adelante, con la esperanza de que el avión se retrasara otro par de días, y subí a mi suite, que era como la de Deng Xiaoping en su última visita a Shenzhen: dos camas, mesa de despacho, mesa de te, sillones con reposapiés, tele en la bañera y toda la pesca. Me di un baño de espuma, me afeité, me eché en la cama y soñé con cosas bonitas.
Cuando volvimos al aeropuerto había decidido quedarme cautelosamente en segundo plano, puesto que estaba claro que I y el sueco no me necesitaban para armar la marimorena. Bien pensado, porque no había overbooking. No habíamos visto al resto de la gente del avión porque el resto de los pasajeros formaban parte de un grupo de chinos procedentes de Singapur, incapaces de pisar suelo tailandés al carecer de una visa que no se nos exige a los visitantes occidentales.
Nos quedamos sin overbooking, pero estaba fresco y descansado, además de contento de volver a casa, digo a Shenzhen.
19 Comments:
Muy emocionante tu aventura. ¿que paso con las chicas del baile? La otra era + fea? ¿Y el elefante?
Cuando puedas pon alguna foto de tu superviaje.
5:58 PM
No describas a tus personajes con iniciales I, G,M . Es un lío y hay que volver hacia el principio para averiguar quién es quién constantemente. Ponles nombres alegóricos, por ejemplo M = Media Markt, etc. En fin, creo que tienes imaginación.
6:30 PM
Para que el anciano Oshaba pueda seguir el relato sin tener que atiborrarse de pastillas para el alzheimer, he preparado el relato síguiendo sus consejos. No es plagio, es intertextualidad al estilo de la Quintana. ¡Ah! y he sustituido el gabacho "chavola" por el vasquismo "chabola".
Muy buen relato, Martín. Eres el mejor. Esperamos las fotos. No tardes otra semana.
Un viaje alucinante 2
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A primera hora del lunes emprendimos la marcha hacia la frontera con Camboya, en Poipet. El trayecto en autobús duró unas cuatro horas durante las cuales dormimos, comimos brochetas de carne y mangos, e hicimos lo posible por entender lo que pasaba en una comedia romántica protagonizada por Petchai Wongkamlao, un actor cómico muy feo que descubrí hace años en una película de culto llamada Killer Tatoo, y que sale en todas las pelis tailandesas que he visto desde entonces.
Nuestra intención era cruzar la frontera y coger uno de los muchos pick-ups (camionetas con la parte trasera descubierta, al estilo americano, que funcionan como autobuses) para llegar a Siem Reap, ciudad contigua a los templos de Angkor. Gerard Depardieu había experimentado la aventura un año antes y nos había transmitido su entusiasmo a mí y a Miterrand, mientras que Irma la Dulce parecía tomárselo con resignación, a pesar de que de vez en cuando trataba de asustarnos hablando de minas antipersona sin desactivar y grupos rebeldes de khmeres rojos acechando en la jungla.
En el mercado del lado tailandés de la frontera nos pertrechamos de “kramas” (pañuelos camboyanos semejantes a los palestinos, pero con más colorido) para el polvo y sombreros para el sol. Inmediatamente después de tramitar los visados, y en la misma oficina aduanera donde nos sellaban los pasaportes, Irma la Dulce hizo contacto con un nativo que nos informó de que la forma más segura de llegar a Siem Reap era tomar el autobús turístico. A pesar de que Irma la Dulce no lo aprobaba, rechazamos amablemente la oferta y salimos a Poipet. De repente nos encontramos en medio de una carretera de tierra que de perdía en la distancia a través de una interminable sucesión de chabolas, hostales y casinos de mala muerte. La calle estaba alfombrada de inmundicia, y cada una de los cientos de motos que la transitaban levantaba una nube de polvo irrespirable. Motos por todas partes. A cada diez metros había un grupo de moteros enmascarados esperando a arremolinarse entorno al primer turista que vieran, y ofrecerse a llevarlo a donde hiciera falta (bus station, hotel, casino, smoke, bun-bun…).
Ni qué decir tiene que Irma la Dulce se volvió más insistente respecto al autobús, e incluso empezó a amenazar con tomarlo ella sola. Nadie dijo “vale, hazlo”, pero yo no pensé otra cosa.
Cuando Gerard Depardieu comenzó a negociar la tarifa del primer pick-up que encontramos, el tipo de la aduana se acercó en moto con un amigo. Mientras uno nos insistía en la conveniencia de coger el autobús, el otro habló con el conductor, que se apresuró a abandonar el lugar.
Seguimos caminando para ver si dábamos esquinazo a aquel par de plastas, pero cada vez que dábamos con un pick-up la situación se repetía idénticamente.
Irma la Dulce se volvió manifiestamente hostil hacia el resto, en especial hacia Gerard Depardieu. Perjuraba y se lamentaba, en su propio idioma y en el de Shakespeare (supongo que para que le entendiera bien), del inmenso error que había cometido al rodearse de tres de los típicos turistas que pretenden estúpidamente no serlo. Puedo entender el pánico de Irma la Dulce. a mí aquel sitio también me daba malas vibraciones, pero ella sabía cual era el plan cuando se apuntó al viaje, y nada le impedía coger el autobús si le apetecía. Por si fuera poco, cada vez que los plastas de la moto se nos acercaban, Irma la Dulce se ponía a hablar con ellos en lugar de ignorarlos, lo cual era prácticamente una invitación a que nos siguieran.
Tras una tensa discusión durante la que me alegré de no saber francés, decidimos poner en práctica una estratagema según la cual yo, Gerard Depardieu e Irma la Dulce. nos quedaríamos quietos junto a un pick-up, mientras que Miterrand retrocedía para conseguir otro pick-up que nos esperara más adelante. La cosa parecía que iba a funcionar, pero, yendo hacia el otro pick-up, Irma la Dulce se quedaba constantemente rezagada, y cuando los plastas reaparecieron volvió a hablar con ellos, arrastrándolos con nosotros. “No vais a encontrar ningún pick up que os lleve” nos dijo el muy canalla. “Sobre todo si vosotros habláis antes con ellos” respondió Gerard Depardieu. El motero plasta se rió con descaro y volvió da darse un paseo.
Visto que era imposible ganar con uno del equipo jugando en contra, terminamos cogiendo un taxi, sólo por no obedecer al mafioso de los autobuses.
Dentro del taxi (un Toyota que debía ser de algún color oscuro debajo de todo ese polvo rojo, con una manilla rota y una brecha en el parabrisas) el ambiente no era muy distendido. Gerard Depardieu respondía poco a poco a los intentos que hacíamos Miterrand y yo por entablar conversación, pero Irma la Dulce apenas dijo “mu” en todo el viaje, acurrucada en el asiento delantero.
Interesante la parada en la gasolinera, una chabola provista de botellas y bidones de gasolina. El conductor se fumó el Alain Delon (marca de cigarrillos inexistente en el país de origen del actor) que le ofreció Gerard Depardieu mientras vertía el combustible en el depósito por medio de un embudo.
Aproximadamente la mitad del trayecto transcurrió por una carretera parcialmente asfaltada y llena de boquetes que el conductor trataba de esquivar con mayor o menor fortuna. Después sólo hubo tierra y oscuridad total. 160 km en cinco horas que nos sirvieron para hacernos una idea de la fisonomía de la zona. No vimos más carretera que la nuestra, ni otro núcleo urbanizado que Sisophon, prácticamente tan grande como Aulestia. El paisaje es más plano que en los Países Bajos, con algunos árboles, campos y más campos, y algunos riachuelos que salvamos a través de unos estrechos puentes parcheados con planchas no muy bien sujetas. Los rebaños de vacas y de búfalos raquíticos se cruzaban a menudo por la carretera, que se volvía invisible cada vez que circulábamos tras la estela de polvo y humo de los camiones. Irma la Dulce salió un momento del trance para decir “!y queríais hacer ESTO en pick-up!”.
Llegamos a Siem Reap a las nueve de la noche, y nos alojamos en el segundo albergue que miramos, el “Sunrise”. El establecimiento no es nada del otro mundo, pero es barato, los propietarios son encantadores, y encima tiene una terraza fantástica en el primer piso.
Durante la cena quedó claro que las diferencias entre Gerard Depardieu e Irma la Dulce eran insalvables, y de ahí en adelante no volvieron a dirigirse la palabra, aunque es justo decir que a Gerard Depardieu a penas volvimos a verle el pelo (al día siguiente alquiló una bici y se fue a visitar a un anciano guía camboyano del que se hizo amigo en su anterior visita al país).
El resto contratamos a un conductor de tuk-tuk llamado Votha que nos llevó por los templos los siguientes días.
Me cayó bien Votha. Algo chaparro pero con buena planta (lo primero que hacía al parar en cualquier parte era mojarse el pelo hacia atrás), también trabajaba por las noches en el restaurante tailandés que había frente al albergue. Había estudiado inglés en el instituto, pero estoy seguro de que lo había perfeccionado por otros medios o el resto de los países harían bien en imitar el sistema educativo camboyano, y planeaba ir a la universidad a estudiar para guía licenciado. Daba la impresión de ser bastante popular porque se conocía a todo el mundo, lumpen o no lumpen, y presumía de tener tres novias, aspecto que no puedo confirmar ni desmentir. De lo que no me cabe duda es de que, de habérselo pedido, nos hubiera sabido llevar a la granja donde disparan cohetes contra las vacas.
El conjunto monumental de Angkor consta de alrededor de cien templos construidos entre los siglos IX y XV por reyes con nombres como Jayavarman, Indravarman, o Udayadityavarman, repartidos sobre una superficie de unos 300 KM2. Por supuesto, no faltan expertos que sostienen que la disposición de los templos se corresponde con la de las estrellas de no se qué constelación, prueba irrefutable de la prodigiosa sofisticación de la civilización Khmer. Uno se toma estas cosas con bastante escepticismo y rechifla cuando se refieren a las ruinas megalíticas de Stonehenge, o el dolmen de Formigueiro, pero no me reiría de quien dijera tener pruebas de la implicación de visitantes de Alfa Centauro en el levantamiento de estos templos.
Sin embargo, como soy un descreído, lo primero que pensé al atravesar una de las puertas de la muralla de Angkor Thom fue que aquello no podía ser de verdad, aquello lo tenían que haber construido los americanos para sangrar a los turistas. De hecho, lo primero que hice al bajar del tuk-tuk fue cerciorarme de que el templo de Bayon no era de cartón piedra.
Éste fue el primer templo que visitamos, y, por lo tanto, el que más viva impresión me dejó. Un templo de piedra gris clara con abundantes torres que recordaban ligeramente a los “prang” tailandeses, pero con cuatro grandes caras esculpidas mirando a cada uno de los puntos cardinales. Paseando distraídamente por uno de los patios, Miterrand y yo fuimos captados por una anciana con pinta de bruja a la que seguimos hasta una pequeña capilla. Allí nos dio unas varas de incienso que debíamos sujetar entre las palmas de las manos, arrodillados ante una estatua de Buda, mientras repetíamos una oración que, si no recuerdo mal, era algo así: “for papá, for mamá, for khommmm…”. Dimos un dólar por cabeza como donativo y salimos de la sala temerosos de haber cometido algún error en la liturgia que nos chafara el karma.
También fue en este templo donde tuvimos el primer contacto con las típicas escaleras Khmer, de las que os hablaré cuando lleguemos a Angkor Wat. Sólo decir que el equipo japonés encargado de restaurar el templo demostró tener muy buen juicio al superponer una escalera metálica convencional en uno de los lados.
Visitamos unos cinco templos aquel día, entre los que destacaré el de Ta Prom., el favorito de Miterrand e Irma la Dulce. un precioso templo de piedra oscura cubierta de musgo, entre cuyas rendijas se han abierto paso unos árboles mastodónticos que dejan caer sus raíces sobre los tejados.
Al igual que en Tailandia, aquí también hay “garudas” y “nagas”, pero hay otros motivos no menos espectaculares que se repiten más a menudo. Uno son las torres de cuatro caras, y otro son las “barandillas” de los pasos elevados que cruzan los fosos que rodean los muros de los templos. Las barandillas no son otra cosa que hileras de estatuas de hombres haciendo sokatira con una gruesa serpiente. Esperad a ver la foto.
Como lectores aplicados de la Lonely Planet, dejamos la visita a Angkor Wat, el templo más célebre y espectacular (su imagen aparece en el centro de la bandera de Camboya), para el final. El motivo es que su fachada principal da al oeste, así que se ve mejor al atardecer.
Entre la entrada exterior y el templo propiamente dicho, atravesamos una pasarela de varios cientos de metros, y caí en la cuenta de que todos los turistas, todos menos los que tenían el pelo largo por lo menos, tenían la nuca del color del chile tailandés. Yo tampoco me había librado, aunque gracias al sombrero que compré en Poipet había salvado la mayor parte del cuello.
El templo tiene bien ganada su fama, y seguramente sea el más grande y hermoso de todos, pero tal vez sea esto lo que hace que muchos se encariñen más con otros templos menos inabarcables.
Recorrimos algunos de los patios exteriores y llegamos a la parte central del complejo, un templo dentro del templo subido en una inmensa estructura trapezoidal al que se sube por medio de las impracticables escaleras khmer. Inversamente a la tendencia arquitectónica contemporánea impuesta por Frank Gehry en su escalinata del Guggenheim, los antiguos khmer gustaban de hacer los escalones el doble de estrechos y altos de lo aconsejable, de modo que cuando uno está en lo alto apenas puede ver por donde ha subido. Algún ingeniero japonés debió de dar con la idea de colocar una varilla de hierro que sirviera de pasamanos en uno de los lados, pero, lamentablemente, las colas que se forman para hacer uso de dicha barandilla obligan a muchos visitantes a jugarse el pellejo bajando por los otros lados. Es por esto que, según Votha, no pasa un año sin que alguno se escalabre. La última víctima del Angkor Wat fue un guía coreano que cayó desde lo alto rompiéndose las dos piernas y el cráneo.
De vuelta en el Sunrise, nos tomamos unas cervezas Angkor en la terraza mientras observábamos a los lagartos, dos de ellos de medio metro, darse un festín de moscas y mosquitos junto al fluorescente de la pared. Allí conocimos a Nino, un osado mochilero alemán que había llegado de Poipet en pick-up. Su descripción de la experiencia no animaba a imitarle (tormenta en el camino, coches atascados en lodazales…). Miterrand e Irma la Dulce tenían claro que no iban a seguir sus pasos (ya habían decidido regresar a Bangkok en avión), mientras que yo estaba indeciso. Cuando Gerard Depardieu volvió de estar con su compadre camboyano, me dijo que volvería en pick-up, pero que no sabía exactamente a qué hora, porque pasaría la noche del miércoles al jueves en casa del anciano. Yo quería asegurarme de llegar a Bangkok a tiempo para descansar un poco y coger el vuelo a Shenzhen a las siete de la mañana del viernes, así que convinimos en que le esperaría hasta las ocho y luego volvería a Bangkok por mis propios medios.
Cenamos sopa tom yum goong y unos rollos de primavera fríos envueltos con pasta de arroz, una especialidad culinaria que los camboyanos comparten con sus vecinos vietnamitas, y salí con Nino y Miterrand a explorar la vida nocturna de Siem Reap.
Siem Reap es la tercera ciudad de Camboya, pero no tiene gran cosa que ver aparte de hoteles de lujo, algunos edificios oficiales, y un montón de albergues. Por la noche la oscuridad es casi absoluta y sólo se oyen los ladridos y los aullidos de las manadas de perros callejeros, aparte del perpetuo cri-cri de los grillos. Estuvimos en un par de bares algo desangelados y terminamos yendo al Martini, una discoteca que llamó nuestra atención por su iluminación navideña. Mientras estábamos sentados en una mesa se me acercó una chica y me preguntó si quería bailar. Acepté gustoso la invitación, pero cuando me dijo que no lo haría con ella sino con otra de las chicas del local, me volví a sentar. Nos fuimos cuando pusieron la de la gasolina.
El miércoles Votha nos llevó a ver más templos. Junto a cada templo siempre hay una serie de tenderetes y chiringuitos donde se refugian los conductores de tuk-tuk para tomar el fresco en las hamacas, mientras los turistas se achicharran bajo el sol, constantemente acosados por niños que intentan venderles refrescos, flautas de bambú, guías turísticas, pañuelos, camisetas con la señal de peligro por campo de minas… Además de a los templos, Votha nos llevó a unas chozas donde extraían azúcar a partir de un fruto de palmera con forma de espiga. La técnica consistía en cocer la sustancia gelatinosa del interior del fruto en una gran palangana metálica que colocaban sobre una hoguera encendida en el interior de un tronco hueco. En la palangana habían grabado una elipse con un murciélago en su interior. Después del viaje, viendo El puente sobre el río Kwai, deduje que esta fijación con los roedores voladores bien podía deberse a las bandadas de murciélagos gigantes que pueblan las selvas de Tailandia y Camboya
M, notable alpinista forjado en las más inaccesibles paredes y cumbres de los Alpes suizos, les cogió gran afición a las escaleras khmer e instaba a Votha a que parara ante cualquier templo de forma piramidal. Fue así como nos detuvimos ante un empinadísimo camino de tierra flanqueado por dos leones de piedra. Tras una ardua subida, llegamos a una planicie en cuyo centro se alzaba un templo de impresionantes dimensiones que Miterrand se apresuró a coronar, poseído por los espíritus de los antiguos khmer. Yo le seguí aferrándome a los escalones cual karramarro, e Irma la Dulce hizo lo mismo cuando hubo recuperado el aliento, un cuarto de hora después.
La vista desde la cima era espectacular. El templo de Angkor se veía al sudeste como si fuera una maqueta diminuta, y, dada la falta de relieve del paisaje, la extensión de bosques, campos y lagos se perdía en el horizonte miraras a donde miraras. Como sólo había unas diez personas además de nosotros, felicitamos a Miterrand por haber dado con uno de los tesoros ocultos de Angkor. Desgraciadamente, según atardecía empezó a llegar más gente, de forma moderada, al principio, y mutitudinaria, después. Lejos de ser el paraje ignoto que creíamos haber descubierto, Phom Bakeng resultó ser el lugar donde va todo el mundo para contemplar el ocaso. Decidimos bajar de allí en compañía de unas señoras irlandesas mientras hubiera espacio para moverse. Bajar las escaleras y la pendiente de tierra en contra de la marea humana no fue tarea fácil, sobre todo cuando tuvimos que ayudar a una de las irlandesas que se había agarrado a un árbol, paralizada por el terror, pero hubiera sido más peligroso permanecer en la cumbre cuando la gente empezara a desbordar.
En el camino de vuelta hacia Siem Reap me tomé una Mirinda congelada mientras decidía qué hacer al día siguiente si Gerard Depardieu no aparecía a tiempo. Si un francés y un alemán habían sobrevivido a la experiencia de mochilero definitiva (the ultimate backpacking experience), ¿qué había de temer yo, que era de Bilbao?
Como esperaba, Gerard Depardieu no apareció antes de las ocho del jueves, así que me fui directo a la gasolinera de donde salen los pick-ups. No faltó un plasta que me intentó convencer para que cogiera el autobús, pero le dejé claro que de ninguna manera iba a volver a Siem Reap en algo que no fuera un pick-up. Contacté inmediatamente a un chofer que se ofreció a llevarme por el precio que Gerard Depardieu me había recomendado (3 $), y ya estaba sentado en la parte de atrás de la camioneta con una señora que llevaba un bebé en brazos. Según se llenaba el vehículo, empecé a tener dudas sobre lo que estaba haciendo allí, rodeado de esa gente que me señalaba y se reía como si estuviera loco por haberme subido a ese aparato pudiendo viajar confortablemente en el autobús. Ahora que lo pienso, puede que fuera la camiseta de Batman lo que les hacía tanta gracia. Yo les sonreía e intentaba no pensar en lo dicho por Irma la Dulce sobre los turistas estúpidos que fingen ser otra cosa de lo que son.
Como el vehículo no estaba lo bastante lleno, nos dimos un rute por la ciudad hasta que recogimos a unas veinticinco almas, sin contar a las de la cabina. Parte del equipaje estaba subido a la vaca, y el resto, incluida mi mochila, se encontraba sepultado debajo de la gente. Miterrand e Irma la Dulce me hicieron un gran favor al llevarse mi mochila grande, dejándome con lo imprescindible.
Las mujeres y los niños iban amontonados en el centro, mientras que los hombres íbamos sentados en los costados y en la vaca. Me arrepentí de no haberme subido a la vaca cuando pude, porque abajo tenía las piernas aprisionadas contra la cabina, medio culo fuera y sólo una mano para sujetarme. El viejo de mi izquierda había cruzado su brazo frente a mi cara para sujetarse a la vaca, así que me tenía que echar hacia atrás como si hiciera windsurf sobre la carretera. Aguantando horas de sol, polvo, baches, charcos y bandazos en esta postura tan natural, ya no pensaba en el autobús o en Irma la Dulce. ya no pensaba en nada. Aquello era como hacer rafting en un bote de gansos.
Finalmente, terminamos haciendo un alto junto a una charca de aguas turbias donde algunos aprovecharon para refrescarse mientras el chofer recaudaba el dinero del pasaje. Al reincorporarnos a la carretera, nos detuvimos en un atasco y un grupo de pasajeros me informó de que los que íbamos a Poipet debíamos cambiarnos al pick-up contiguo. Me despedí del viejo con el que había mantenido un largo diálogo de besugos desde que dejamos Siem Reap y seguí al grupo hasta otro coche que, gracias a dios, estaba bastante más vacío. Detenidos en el atasco, pregunté a un guiri que había salido de un autobús a estirar las piernas a ver si sabía qué pasaba. Al parecer, a un camión se le había atascado una rueda en el puente. La cosa tardó una media hora en despejarse, momento en el que descubrimos que el motor del pick-up no tiraba. Bajamos a tierra y empujamos un rato hasta que se puso en marcha. El motor no volvió a dejarnos tirados, pero hacía “ayayayayay…” cada vez que acelerábamos. En un control, el chofer le largó un fajo de billetes a un policía sin detenerse, y en otro control, otro policía (ametralladora en ristre) hizo amago de detenernos hasta que reconoció al conductor y nos dejó pasar con una reverencia.
Llegamos a Poipet alrededor de las dos y media, pagué dos dólares al señor chofer, y me subí en un mototaxi que me llevó hasta la frontera.
Cubierto de polvo rojo de pies a cabeza, y sin haberme afeitado en una semana, era, sin lugar a dudas, el individuo más andrajoso de la cola de la aduana, pero no tuve problemas para pasar. Menos suerte hubo con el autobús a Bangkok, un “por pueblos” con goteras, que tardó seis horas en hacer el mismo trayecto que nos llevó cuatro a la ida. El tráfico estaba congestionado porque al día siguiente se celebraba una festividad llamada Royal Ploughing Ceremony en Bangkok, y también tuve que pelear por el taxi a Kaoshan.
Me alojé en el Sawasdee, me di una buena ducha, y llegué a tiempo a mi cita con los demás, a las diez y media en el Gulliver’s, un bar algo espantoso pero muy popular. No me importó que mis compañeros llegaran media hora tarde. Estaba muy a gusto tomándome mi cerveza Singha, servida en una jarra llena hasta la mitad de agua congelada. Al llegar, Miterrand e Irma la Dulce me explicaron que habían vuelto a visitar un par de templos y se habían pasado la tarde tomando cócteles de frutas en la piscina de un hotel de estilo colonial francés. Sonreí con superioridad sintiéndome como Kurtz en El corazón de las tinieblas.
G también llegó de una pieza tras la aventura del pick up, pero, bien porque estaba cansado, o porque no le apetecía, no acudió a la cita y se quedó en casa de su novia.
Al salir del Gulliver’s nos fuimos a una estación de servicio habilitada como bar, tomamos una copas, y nos preguntamos qué clase de alucinógeno nos habían puesto en ellas al ver pasar un elefante por la acera.
Al día siguiente, yo e Irma la Dulce fuimos despertados a las cinco de la madrugada tal y como habíamos pedido, y nos fuimos directos al aeropuerto, pero en la ventanilla de facturación nos informaron de que el vuelo se retrasaría unas siete horas. Allí estaba también el alemán con pinta de borracho del viaje de ida. Él e Irma la Dulce se indignaron tanto y protestaron con tal vehemencia que pasé un poco de vergüenza y terminé compadeciendo a las azafatas, que no tardaron en informarnos de que había un autobús en camino para llevarnos a un hotel. En el bus, Irma la Dulce. que no había parado de protestar ni un segundo y ya se había hecho amiga del alemán (que en realidad era un sueco y estaba más sobrio de lo que aparentaba), tuvo una ocurrencia genial. “¡Eso es!” exclamó, y me dedicó una sonrisa demente que me heló la sangre. Si esto fuera un cómic, la dibujaría con símbolos del dólar en los ojos. Según ella, el que sólo hubiéramos visto a unas diez personas que se quedaron sin coger el avión sólo podía significar una cosa: estábamos ante un caso de overbooking y, por lo tanto, estábamos en nuestro derecho de exigir que se nos reembolsara el dinero del pasaje. Lo que debíamos hacer al volver al aeropuerto era organizar un escándalo y hacer que los de Bangkok Airlines admitieran haber vendido más plazas de las que tenían. Con el sueco como su principal aliado, fue contagiando la fiebre del oro a todo el autobús, hasta el punto de que yo mismo, que no quería saber nada del asunto al principio, empecé a pensar que la cosa podía no ser tan descabellada como parecía. Desconocía la existencia de una ley internacional que obligara a devolver el dinero del pasaje en caso de overbooking, pero la perspectiva era muy tentadora.
Con overbooking o sin el, lo cierto es que los de Aerolíneas Bangkok se portaron al alojarnos en el Miracle Grand, un hotel de superlujo que puso la guinda a mi estancia en Tailandia. En el buffet-desayuno comí pankakes con piña y sirope, huevos fritos con bacon, pasteles y macedonia de frutas, acompañado de café y zumo natural de naranja con pomelo. Decidí dejar el Sushi, la tortilla de pimientos y las tostadas para más adelante, con la esperanza de que el avión se retrasara otro par de días, y subí a mi suite, que era como la de Deng Xiaoping en su última visita a Shenzhen: dos camas, mesa de despacho, mesa de te, sillones con reposapiés, tele en la bañera y toda la pesca. Me di un baño de espuma, me afeité, me eché en la cama y soñé con cosas bonitas.
Cuando volvimos al aeropuerto había decidido quedarme cautelosamente en segundo plano, puesto que estaba claro que Irma la Dulce y el sueco no me necesitaban para armar la marimorena. Bien pensado, porque no había overbooking. No habíamos visto al resto de la gente del avión porque el resto de los pasajeros formaban parte de un grupo de chinos procedentes de Singapur, incapaces de pisar suelo tailandés al carecer de una visa que no se nos exige a los visitantes occidentales.
Nos quedamos sin overbooking, pero estaba fresco y descansado, además de contento de volver a casa, digo a Shenzhen.
5:44 AM
TAS TOMAO UNA MOLESTIA INUTIL: No me pega que Depardieu sea arquitecto paisajista. Miterrand e Irma la Dulce tampoco pegan. Te mueves con clichés más sobaos que los idems pasiegos. Creo que Martín como experto en Comics lo haría mejor que tú. Se te ve mucha afisión al corta y pega. Así que de momento, corta y navega.
3:29 PM
Me ha gustado mucho, Martín. Eso si que es un viaje alucinante y no los que suelo hacer al pueblo, con los niños potando en estereo en la parte de atrás del coche. Me parece que me voy a mercar un pickup de esos para llevarlos. Eso de ver un elefante por las acera ha sido un remate muy apropiado.
Otra cosa: yo soy el autentico Oshaba. Me parece que hay mucho cabroncete en tu blog con ganas de montar un baile de máscaras, pero no voy a entrar.
Un abrazo
3:55 PM
Vaya chapa el que ha puesto todo el viaje otra vez....
7:20 AM
Ené, ese ha dicho intertextualidad, para que luego se le diga
4:03 PM
Gerard Depardieu, Miterrand e Irma la Dulce no pegan. Sin embargo oshaba proponía Media Markt. Ademas de tener alzheimer, oshaba chochea.
No te preocupes, también hay solución. Cambia los nombres según esta equivalencia:
M = Media Markt (este es tuyo)
G = Galeries Lafayette
I = Ikea
¿Ahora te seguirás perdiendo?
11:30 PM
El alzheimer es una enfermedad y no creo que sea motivo de risa o insulto. Lo peor son otros estados de la mente como el esnobismo o la pijotez. Así que ya sabes, a otra cosa, Ana Rosa. En todo caso creo que Martín acepta sin acritud una crítica benevolente como la que hice.
3:14 AM
Hace tiempo que me perdi en esta discusión familiar...
6:35 AM
Qué pasa con las fotosss?
5:20 PM
Ya está bien de usurpar identidades. El usuario anónimo soy yo.
10:01 PM
jode martin, menuda aventura. aunke visto lo visto casi estan mas entretenidos los foros de comentarios. Hacia tiempo ke no entraba por aki y la verdad es ke esta la cosa fina... en fin, no te las des de aventurero audaz ahora ke en peores antros has dormido y en vehiculos mas inestables has viajado por el viejo continente. Un abrazo.
3:10 AM
marto, el mensage anterior es mio. puntualizo.
3:11 AM
je=fd
5:04 AM
¿fd=mp?
5:08 AM
o.k.
5:09 AM
¿mp=je?
5:10 AM
correct
5:11 AM
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