Diario de un aventurero en chinataun taun taun.

Friday, October 24, 2008

Shanghai III

MIÉRCOLES 2 DE OCTUBRE

Me levanto a las 7:30 con el papel higiénico preparado, así que me puedo cumplir con mis obligaciones en los impolutos aseos del albergue.

No he dormido muy bien por culpa de los mosquitos, que al principio confundí con chinches, a las que tengo mucho respeto desde que casi desangran a mi madre en la cama de un hotel parisino. A la momia no le habrán picado porque tiene hasta la cara bajo la manta (tentado estoy de despertarlo para ver si está de verdad ahí).

Me aseo y salgo a buscar un sitio para desayunar de camino al Shanghai Museum, pensando que esta ciudad tan occidentalizada tiene que haber más de un sitio donde tomarme un café, aparte del Starbucks de rigor.

Error. Termino tomándome un café latte y un cruasán en un Starbucks de la plaza Renmin por casi 4 euros.

En el Shanghai Museum hay una cola monumental. Aguanto media hora de espera bajo un sol de justicia y llego a la conclusión de que será mejor venir otro día, un rato antes de que abran en lugar de un rato después de que lo hagan.

Visito la tienda de souvenirs para hacerme una idea de cuánto merece la pena esforzarse por entrar en el museo, y lo que veo me anima a intentarlo al día siguiente.

Me pongo a andar hacia el sur, hacia el barrio viejo.

Al de un buen rato me encuentro en un mercado callejero de esos en los que gente que parece (mal)vivir del aire te mira raro cuando preguntas lo que vale un teléfono estropeado o una guía televisiva de hace veinte años, solo que aquí no abundan tanto las guías televisivas como las monedas antiguas o los manhuas (comics) de temática patriótica. En uno de esos puestos, ojeo unos folios con copias de retratos al carboncillo de sonrientes campesinos y soldados del ejercito rojo, detrás de los cuales un aprendiz no muy dotado ha garabateado algunos bocetos. El vendedor, al que he apartado momentáneamente de su partida de cartas, me acerca un estrecho librito encuadernado con una tela de algodón azul, que resulta ser un guía de bolsillo de chaleco (vest pocket book) sobre licores y cócteles, la manera de hacerlos, servirlos y consumirlos. Cuando el vendedor me dice su precio por las láminas y el libro, ni se me ocurre intentar rebajarlo y pago 80 céntimos de euro procurando que no se me note mucho entusiasmo.

Heublein’s Famous Club Cocktails, así se llama el librito, contiene una completa lista de bebidas con un índice alfabético al margen como los de las guías telefónicas; una lista de recetas para hacer bebidas embotelladas en grandes cantidades, así como consejos e instrucciones para la gestión y el mantenimiento del bar; una selección de bríndises a cada cual más pintoresco; y chistes ilustrados tan malos que hacen gracia.

Atento, aittitta, a cómo hay que servirse un Benedictine en condiciones:

“Coloque un vaso de güisqui boca abajo sobre la barra, y, encima de éste ponga una copita y llénela de Benedictine.

Ésta es la forma en la que todos los licores deben servirse solos.”

y atentos, los demás, a cómo podéis preparar vuestra propia birra:

Cerveza, Familiar.

Agua hirviendo, 10 galones.

Gengibre molido, 15 onzas.

Limones, en rodajas, 10.

Crema tártara, 10 onzas.

Poner en un recipiente y, cuando se temple, colar y añadir 15 libras de azúcar moreno. Después, rebajar 4 onzas de alcohol con ½ onza de aceite de clavo, ½ onza de aceite de canela y añadir. Cuando la mezcla se ponga tibia añada 1 pinta de levadura; déjela reposar 16 horas, quite la grasa y fíltrelo. Al embotellar, asegure bien el tapón”

Los bríndises tampoco tienen desperdicio. Aquí uno de los más cortos:

“BRINDIS A UN HOMBRE SIN DINERO.

Que tu sombra nunca decrezca”

Creo que se me nota contento con la compra.

También compro un par de leoncitos de bronce, que rebajo de 14 euros a 4 con mi pericia de curtido regateador.

Junto al mercadillo hay un barrio de viejas casitas de ladrillo que me animo a explorar, a pesar de que es el típico sitio donde, de estar en otro país, no me metería ni jarto de baijiu. Sin embargo, esto es China, y, al menos para los extranjeros, zonas muy deprimidas pueden resultar más seguras que, por ejemplo, Andorra.

El lugar merece la pena verlo, aunque su pobreza me hace sentir como a un intruso. Los únicos comercios son esas tiendas de tabaco, licores y refrescos, con unas pocas chucherías y fideos instantáneos, tan ubicuas en China como la hierba en el campo, y algún restaurante improvisado que no llega ni a la categoría de lo que los americanos llaman “hole in the wall”.

Sin embargo, las casas, a pesar de estar en ruinas, tienen su encanto. Muchas son de estilo colonial, y las calles son largas y estrechísimas, como de arrabal victoriano, sólo que, en lugar de niños harapientos y mendigos con chistera, predominan los ancianos en pijama.

Al contrario que en Guandong (donde los hombres suelen optar más los gayumbos de pata y la camiseta de tirantes), aquí los tíos también llevan pijama.

Aparezco en una gran calle. Veo una mezquita y me meto a inspeccionar un poco. Hay carteles en árabe e inglés que explican la historia del edificio, que no me causa gran impresión porque ya la he olvidado. El edificio no está mal, pero tampoco hay mucho que ver, ni siquiera hay alguien rezando. Creo que es la primera mezquita que piso.

En un cruce pregunto a una pareja por el camino al mercado Yuyuan. Resulta que son paisanos míos (o casi, son cantoneses) y van al mismo lugar, así que vamos juntos.

El mercado está cerca y, como era de esperar, está lleno hasta la bandera. Visto que nos va a ser más fácil movernos por separado, me despido de la parejita.

No tardan en abordarme los típicos vendedores de relojes falsos, dvds, etc... También hay chicas que me preguntan de dónde soy. Al principio digo que español, pero al de un rato empiezo a decir que soy vasco, de Bilbao, de Lekeitio, o, incluso, de Ortezuelos con tal de que dejen de intentar llamar mi atención con el poco castellano que saben (que hay que admitir que es mucho para China: hola, buenos días, cómo está...) para arrastrarme a las tiendas de artesanía y souvenirs.

Los enormes pabellones de tejados curvos y adornados con mil y una filigranas de madera son hermosos y están muy bien cuidados. Hay algunas atracciones temáticas, como la de un hombre con gorra de taza, gafas de sol redondas, perilla bigote y trenza qing, que invita a los viandantes a mirar por unos agujeros para presenciar un teatro de transparencias.

Hay demasiada gente para andar a gusto.

Por casualidad, doy con la puerta del jardín Yuyuan (siglo XVI), que es uno de los más famosos de China. Pago con gusto los 4 euros de la entrada, por ver si así escapo un poco de la multitud. También hay bastante gente dentro, pero ni comparación con lo de fuera.

A pesar de ser un jardín, no queda mucho espacio para la vegetación en este recargado laberinto de estanques, arroyos, puentes, quioscos, pagodas y pabellones, con dragones, carpas, fénixes, pavos reales y grullas por todas partes. Sin embargo, es muy bonito.

En uno de los pabellones hay una imponente exposición de sellos imperiales.

Fuera de los jardines hay todavía más gente que cuando entré. Avanzamos a base de empujones, con lentitud exasperante, por un puente de madera. A los lados, hay grandes pabellones con salones de té y restaurantes que serían muy apetecibles de estar esto menos concurrido.

Cuando finalmente escapo del mercado, tengo hambre. Entro en un local de fideos en cuya puerta, como reclamo comercial, hay un tipo con barba postiza y atuendo de la dinastía cual que los chinos parecen reconocer, porque no paran de sacarse fotos con él.

La carta está traducida al “chinglish” más indescifrable que he visto nunca. “Flesh sells only genuine Poeephagus grunniens” dice lo que creo que es el eslogan del local. Comento la circunstancia con la camarera, que me ve sacarle una foto al menú, nos reímos, y pido un cuenco de fideos con ternera.

Por la zona hay un templo que debe ser importante, pero estoy harto de aglomeraciones. Cojo un taxi a la parada de metro más cercana y porgo rumbo a la atracción más minoritaria que se me ocurre: el antiguo barrio judío.

El lugar no está muy lejos del centro, pero la zona, ciertamente, no tiene nada de turístico.

En un escaparate veo unos pasteles muy curiosos, que no apetitosos.

Seguro que la retratada se conmueve


Pastel para fanáticos del Mahjong


Estoy solo en la sinagoga Ohel Moishe (5 euros la entrada), con un guía chino que estudia español por su cuenta y me habla de las sucesivas oleadas inmigratorias de judíos a Shanghai. La última y la más abundante fue, naturalmente, a finales de los años treinta, aunque los judíos llevaban refugiándose aquí desde la primera mitad del XIX. Según mi guía, los chinos acogieron bien a los judíos al principio, porque además de no dar problemas, generaban riqueza, y, durante el holocausto, un tiempo en que China tampoco pasaba por su mejor momento, se mostraron más comprometidos e hicieron esfuerzos por traer y acomodar lo mejor posible a los refugiados, que llegaron a ser 25.000.

Aparte de la sinagoga en sí, hay una galería con videos y fotografías, de interés y bien dispuestos, y otra con pinturas bastante horrorosas celebrando el hermanamiento entre judíos y chinos.

Me doy cuenta de que también es la primera vez que piso una sinagoga.

Paseo por lo que fue “la pequeña Viena”, y compruebo que, aunque se conservan muchas de las bonitas casas de ladrillo de la época, la zona ya no tiene nada de judío. Según me ha dicho antes el guía, todos se marcharon al acabar la guerra. ¿Por qué? Eso no me lo ha dejado tan claro.

Camino del albergue visito una librería extranjera que, a pesar de tener 4 pisos, no tiene más libros de los que puedo encontrar en Shenzhen. Un poco decepcionado, compro The Yiddish Policemen’s Union, de Michael Chabon, para seguir con el rollo judio (¡ya podían tener cómics como en Hong Kong, copón!).

Ceno pollo a hainan con arroz, verduras y una botella de Tsingtao por 3 euros.

En la calle veo a un mantero que vende un Monopoly chino. Con la esperanza de que me sirva para practicar los carácteres, lo compro por 2,50 €.

En el Capitán, subo a cubierta para tomarme una birra y escribir el diario de abordo, pero no puedo hacerlo tan a gusto como quisiera porque algún desalmado les ha debido pasar un recopilatorio de grandes crímenes del pop español (Duncan Dhu, Mecano, Miguel Bosé, Alejandro Sanz, La oreja de Van Gogh...).

Antes de entrar al dormitorio, me reconcilio un poco con la globalización hablando un rato en el descansillo con el indio del día anterior, uno de Reunión, y unos estudiantes de Shaanxi.

2 Comments:

Anonymous Anonymous said...

Te estás cascando unas entradas sobresalientes y no te escribimos nada. No tenemos perdón. Lo que disfruto con tus posts. Qué buenos!.

2:23 AM

 
Anonymous Anonymous said...

Ya has ido a la mezquita, a la sinagoga, ¿y la pagoda?

9:08 PM

 

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