Macao es un buen lugar para pasar el día
Los Chinos llaman a esta pequeña península “Aomen”, la puerta de Europa, debido a que Macao fue durante siglos (desde que el lugar fuera cedido a los portugueses en el siglo XVI, a cambio de que se encargaran de acabar con los piratas de la zona, hasta que los ingleses se hicieron con Hong Kong en el XIX) el principal enclave para el comercio internacional con China. Macao es ahora la hermana pequeña de Hong Kong, con la que comparte desde 1999 el estatus de región administrativa especial (autónomas de China en todo salvo competencias de defensa y relaciones exteriores), pero Aomen sigue siendo Aomen, y dudo mucho que haya otro lugar en Asia donde uno se sienta más cerca de Europa. En el tiempo que he pasado allí no he oído hablar portugués (idioma oficial junto al cantonés), pero casi todos los carteles tienen su correspondiente traducción en este idioma, y las calles tienen nombres como Rua da Felicidade o Estrada do Repouso (eso sí, más vale olvidarse de que el taxista te sepa llevar a la Alameda do almirante Fulano o a la Avenida do infante Zutano sin darle las indicaciones en chino o señalarle el punto exacto en el mapa). La parte antigua de la ciudad tiene un aire inconfundiblemente ibérico, con iglesias y edificios oficiales que imponen más por sus formas que por su tamaño, calles empedradas con mosaicos, cafés con mesas de mármol y azulejos en las paredes, alguna que otra plazuela con fuente o monumento no soviético ni posmoderno… Monumentos los hay emblemáticos y espectaculares, como las ruinas de la iglesia de San Pablo o las fortalezas del monte y del faro, mientras que otros pasan más desapercibidos, como la casa de Lou Kau, una preciosa mansión de ladrillo gris y maderas decoradas con mil filigranas construida a finales del siglo XIX por un mercader chino. Entre los Seven-eleven, las joyerías, o las tiendas de ropa y de electrónica todavía sobreviven bastantes talleres y comercios anacrónicos (mercerías, zapaterías, ultramarinos…) cuyos ancianos propietarios miran a la nada con expresión de aburrimiento infinito. Las pastelerías, con las vitrinas repletas de todo tipo de pastas y dulces, también tienen un aspecto anticuado pero, lejos de hundirse en la decadencia y el abandono, parecen marchar bastante mejor. Las especialidades son unas láminas de fiambre caramelizado y los pasteles de Belém, que bien podrían llamarse pasteles de Macao por la enorme afición que les tienen los chinos a estas tartaletas con relleno de huevo que se consumen calientes y que recuerdan bastante a nuestros pasteles de arroz. Desconozco si estos pasteles causan semejante furor fuera de la provincia de Guangdong, pero aquí están en todas partes (Kentuckys y Macdonalds inclusive) y se los considera típicos de Macao.
Cuando volví de pasar día y medio en Macao este verano, sabía que no me quedaba mucho por ver en la ciudad. Sin embargo, me quedó la sensación de que merecería la pena volver con mis amigos para explorar su vida nocturna, jugar en los casinos, y visitar las islas de Taipa y Coloane, así que no tuve inconveniente en volver con mi amigo Mark cuando me lo propuso. Mark es uno de los pocos amigos que hice al llegar y que todavía permanecen en Shenzhen, es uno de los franceses con los que fui a Camboya y Tailandia la primavera pasada. Como tanta y tanta gente aquí, se dedica al “trading”, exportando componentes electrónicos al país que le vio nacer. Como lo de ser francés no tiene mucho remedio, a veces se excusa diciendo que es bretón, pero yo sé que es medio parisino y procuro no hacer mucha sangre al devolverle las puyas que me lanza a cuenta de la patética situación del Athletic (como si a alguien le importara cómo marcha el Rennes).
Como buen hombre de negocios, a Mark le cuesta mantener la cabeza alejada de los mismos, aunque a veces sus ideas sobre cómo hacer dinero son de una ingenuidad pasmosa incluso para alguien con tan poca autoridad en la materia como yo. Sentado sobre la cubierta del ferry mientras surcábamos el delta del Río de la Perla en un atardecer neblinoso sacado de un cuadro de Turner, Mark estudiaba cuidadosamente la guía turística tratando de discernir cuál sería el mejor casino para empezar echando unas monedas en las tragaperras e ir doblando sus beneficios hasta terminar reventando la banca en una sala VIP.
Nos alojamos en el East Asia, un hotelito del centro con habitaciones decentes pero con el inconveniente de que las ventanas, de haberlas, no se pueden abrir y el aire acondicionado no se puede apagar, y nos fuimos directos al Casino Lisboa, uno de los de mayor solera de la ciudad.
La pataca, la moneda propia de Macao, debe de ser una de las divisas más inútiles del mundo junto al riel camboyano y los billetes del Monopoly. Su nombre proviene de que era así como se llamaba en portugués a la moneda de plata mejicana de ocho reales popular en la zona a principios del siglo XX. En ninguna parte se puede pagar con renminbi chino, pero el dólar hongkonés, de igual valor que la pataca, se acepta en todas las transacciones, e incluso hay que cambiar las patacas a HK$ para poder jugar en los casinos.
La fachada del Lisboa, cubierta de espectaculares neones al más puro estilo Las Vegas, no se corresponde con un interior más bien cutre y descuidado, sobre todo en las primeras plantas. El sótano es una sala de máquinas tragaperras oscura y ruidosa donde jugadores solitarios se apalancan con sus cuencos de plástico llenos de monedas, la planta baja es una sala circular abarrotada de gente que, en su mayoría, curiosea cómo los jugadores se dejan los cuartos a las cartas y al majong, el primer piso es prácticamente lo mismo, sólo que en versión menos masificada, con las moquetas más limpias y un interior más decorado y mejor iluminado, y los pisos cuarto y quinto están reservados a la clientela VIP, que se juega millones en salas más pequeñas y exclusivas. A Mark no le sonrió la suerte en las tragaperras (ganó algo un par de veces, pero tardó menos de un cuarto hora en dilapidar sus veinte dólares), y yo me quedé con las ganas de jugar a la ruleta porque no había. Después visitar un par de casinos más, Mark comprendió que no iba a convertirse en millonario por ese camino, y, tras vagar un buen rato en busca de un bar, pedimos a un taxista que nos llevara a cualquier establecimiento donde se pudieran consumir bebidas espirituosas.
El taxista nos dejó enfrente del MP3, un local donde fuimos agasajados por una chica de aire eslavo que nos instó a sentarnos junto al podio en el que bailaban algunas compañeras suyas, bastante ligeras de ropa (aunque bailar, lo que se dice bailar, no es que lo hicieran muy bien, pero tampoco creo que eso le importara a los parroquianos, varones occidentales en su inmensa mayoría). El encargado, que, si mi intuición no me falla, debía pertenecer a la mafia armenia, atendía a los clientes que deseaban invitar a alguna de las muchachas a tomar algo en su mesa. Después de que una de estas chicas hiciera una serie de acrobacias espectaculares en la barra vertical, el discjockey dio paso a la actuación de Destiny, un musculoso travesti armado con una pistola de juguete que apunto estuvo de romperse la crisma dando volteretas entre las mesas.
En la zona había otros locales para chinos que no se sabía de qué iban hasta que uno habría la puerta. Algunos eran karaokes y los demás eran discotecas vacías o semivacías. Cuando nos decidimos por entrar en una de estas últimas para tomar la espuela, la camarera nos despachó diciendo que no había sitio. Esto nos volvió a pasar una vez más, pero finalmente encontramos un sitio donde tomar una cerveza. Fue una victoria pírrica, porque los camareros tampoco parecían contentos de que estuviéramos allí y la pareja de la mesa contigua se puso a cantar unas canciones horribles en el karaoke, pero una victoria al fin y al cabo. Puede que aquel martes no fuera un buen día para salir por Macao, pero en la china continental jamás me he sentido tan fuera de lugar.
Al día siguiente desayunamos en una degustación donde tomé el mejor café que he probado en Asia y un cruasán a la plancha que me hizo olvidar las desventuras del día anterior, y cogimos el autobús a las islas de Taipa y Coloane. Lo que vimos de Taipa (el hipódromo, el aeropuerto, la universidad…) no nos animó a bajarnos, y seguimos directos hasta el pueblo de Coloane. Allí tomamos otro autobús hasta la playa de Cheoc Van, una playa pequeña y semidesierta donde han colocado unas piscinas municipales, puede que para advertir a los bañistas de la pobre calidad de las aguas y los fondos marinos. No capte el sutil mensaje hasta que entré al agua a la carrera, como hago casi siempre, feliz por el reencuentro con el líquido elemento, sin sospechar que a poco más de medio metro de la orilla la arena del fondo daba paso a un fango untoso. Tuve que esforzarme al disimular mi aprensión para hacer creer a Mark que el agua, marrón y opaca como el café con leche, estaba muy buena a pesar de su apariencia, y así reírme de su reacción al entrar en la misma. Comimos en el chiringuito de la playa junto a un grupo de franceses muy ruidosos, y cuando volvíamos al pueblo nos encontramos con otros dos franceses (los hay hasta debajo de las piedras) que habían tenido una experiencia semejante en Hac Sa, la otra playa de la isla.
El pueblo de Coloane es muy pequeño. La isla fue un refugio de piratas hasta entrado el siglo XX, y en la placita empedrada que hay frente a la capilla de San Francisco Javier hay un monumento rodeado por cuatro cañones conmemora su expulsión definitiva en 1910. En la plaza también hay un par de terrazas muy agradables, idóneas para degustar una Tsingtao en una jarra congelada.
Volvimos a Macao y nos dimos una buena caminata para llegar al Jai Alai, donde, según una página que consulté en internet, se celebraban partidos de cesta punta a diario a partir de las siete y media. Lo que nos encontramos fue una decadente amalgama de salas de juego y de máquinas tragaperras, saunas y bares con fotos de chicas desnudas en la puerta, y después de mucho preguntar supimos que el frontón pasó a mejor vida tiempo ha.
Tras esta última decepción, vagamos a través del variopinto conjunto de palacios medievales chinos, monasterios tibetanos, volcanes, ruinas romanas, pirámides egipcias, fortalezas árabes y calles de pretendido aire mediterráneo y europeo que hay junto al inmenso hotel-casino Sands, y cenamos sopa minestrone y filet mignon con patatas en un restaurante donde supuestamente se servían comidas de todo el mundo.
Escarmentados de la experiencia del día anterior, indicamos al taxista queríamos ir al Mondial, una discoteca que según la guía de Mark era la más popular de Macao, pero cuyo paradero no supimos localizar en el mapa. Por desgracia, la guía no traía la dirección en chino, y el taxista nos llevó a donde le pareció que debían ir dos jóvenes occidentales en busca de diversión, esto es, al MP3. Como no nos apetecía repetir la experiencia, pedimos al hombre que nos llevara al DD Club, la otra discoteca reseñada en la guía, cuya entrada habíamos visto cerca del hotel. “¡Ah, disco!” dijo el taxista, y, en el poco inglés que sabía, procedió a explicarnos que sólo había dos discotecas en la ciudad, una de ellas muy alejada del centro. Entramos en el DD Club, que tenía el mismo aspecto de abandono de los bares chinos que visitamos, y un camarero no informó de que no habrían hasta una hora más tarde, a las once y media. Temiendo que fuera otra maniobra para darnos largas, nos fuimos al hotel a preguntarnos qué demonios pasaba en aquella ciudad.
Al día siguiente recorrimos la zona monumental de la ciudad que ya había visto en mi visita veraniega, y fuimos a comer al restaurante portugués A Lorcha, donde me decidí por un arroz caldoso con marisco que me sirvió de consuelo.
Macao es un buen sitio para pasar el día, un día.
3 Comments:
Pobre Martin, a ver el proximo viaje si esta mas animado.
¿Que pasa con estos Chinos que no les va la marcha?
6:17 AM
Aupa Martín. Pon más fotos del Macao estilo Lisboeta.
4:41 PM
zure idazkien bidez China nire herria baino hobeto ezagutuko dut.MOSUS
3:22 PM
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