A day in my life
Son las siete de la mañana cuando me despierta la marcha militar que anuncia el comienzo de las clases. Todavía sin abandonar el reino de Morfeo, me levanto y preparo un café soluble en mi microondas, una reliquia cochambrosa capaz de hacer hervir el agua en menos de veinte segundos. El plato de vidrio ya no es giratorio porque está medio derretido tras haber soportado temperaturas comparables a las generadas por una bomba de hidrógeno y el cronómetro no funciona, lo que me obliga a controlar el tiempo refugiándome en el váter para evitar ser irradiado por las microondas. La leche sabe demasiado a vaca porque no está pasteurizada, así que la que pongo es insuficiente para enfriar el café y termino quemándome los labios. Ya estoy despierto.
Como hace buen tiempo salgo a correr una hora por el parque Lizhi. Tras una hora volviendo la cabeza de un lado a otro para no perder detalle del espectáculo que os describí el otro día, regreso a mi apartamento e inundo el cuarto de baño al utilizar la ducha, carente de recipiente de loza u otro material que contenga las aguas de la misma.
Poco más tarde recibo la llamada de la secretaria encargada de atender a los extranjeros. Por lo visto la mitad de mi diploma de licenciatura está escrito en un idioma ignoto y necesita que le proporcione información sobre la institución en la que obtuve tan peculiar documento. Por un instante se me pasa por la cabeza iniciar a la señorita Huang en los misterios de mi antediluviano idioma materno y la ancestral cultura de mi pueblo, pero resulta más fácil pedirle que me permita hacer uso de su ordenador y mostrarle la página en inglés de la EHU. Permitidme que aproveche esta ocasión para mostrar mi gratitud a mi antigua universidad por traducir su página al inglés, así como por convertirme en un hombre paciente acostumbrado a la necesaria lentitud y complejidad de los trámites burocráticos (que los necios y los ignorantes confunden con la ineptitud y el descontrol).
Después de preparar la clase de la tarde y estar un rato de cháchara con la señora de las fotocopias (ninguno de los dos entendemos una palabra de lo que dice el otro pero nos hacemos mucha gracia), bajo al comedor donde una “coci” cuya vehemencia no desmerece de la de la etxekoandra del Epermendi insiste en que me ponga mucho de todo en el plato, ¡como si hiciera falta! Ahora que ya tengo compadres, comparto mesa con la profesora alemana y un compañero chino que nos confiesa que todos los hombres de la escuela (él incluído) están enamorados de la profesora china de alemán.
A las 2:45 cojo el furgobús de la escuela hacia el senior campus en Yantian, el distrito más oriental de Shenzhen. Llegar hasta allí nos lleva una buena hora, y eso que el conductor se llama igual que el señor del chiste del chino más rápido del mundo. Recorremos de este a oeste la frontera con Hong Kong hasta llegar a una zona a medio construir, cerca del puerto comercial, donde se acumulan ciclópeas montañas de containers provenientes de todo el mundo. Visto lo que ha tardado Shenzhen en pasar de ser un pueblo pesquero a lo que es ahora, no me cabe la menor duda de que antes de que terminen las obras de la Alhóndiga construirán cincuenta Basauris en Yantian.
Llegamos a la escuela, un monstruoso complejo escolar rodeado por un foso azul celeste que, imagino, llenarán de agua y cocodrilos. Ayudo a la alemana acarreando una caja de libros hasta la sala de profesores para ver si tengo la suerte de conocer a su homóloga china. Buena jugada, dejo la caja de libros y me presento a la susodicha, que está impresionada de que haya subido cuatro pisos con todo ese peso a cuestas. El informante no mentía y ahora me siento totalmente identificado con el resto de mis compañeros varones.
Llegar a dar clase en el campus de Yantian puede llegar a ser toda una hazaña. Se supone que he de impartir mis clases en el auditorio principal, pero el primer día me enviaron a otra aula. El segundo día fui a esa aula, pero estaban celebrando un “debate” así que probé suerte en el auditorio donde me esperaban cuatro de los doscientos y pico alumnos que se supone que tengo en ese grupo.
- ¿Dónde están los demás?
- En el debate.
- ¿Y qué queréis hacer?
- Ir al debate.
Así que se fueron al debate.
Hoy es el tercer día que doy clase en este campus. Miro en el aula y veo que están preparando otro debate, de modo que voy al auditorio, que para mi sorpresa está abarrotado. Subo al estrado dispuesto a seducir a mi audiencia, pero algo no va bien. Veo a algunos profesores entre la chavalería y nadie parece prestarme la debida atención. Pregunto a ver de qué va la historia a una estudiante (para estas alturas ya sé que hablan más inglés que sus educadores) y me dice que van a celebrar un concurso, ¡un concurso! Encuentro a tres de mis alumnas en la puerta del auditorio. Ellas tampoco saben donde es la clase. Las chicas me llevan de un profesor a otro hasta que damos con uno que dice saber dónde es la clase. Mientras el profesor me guía hasta el aula, me separo de las chicas para que puedan reunir a sus compañeros extraviados. En la nueva aula encuentro a mi compañera francesa enseñando a pronunciar “liberté, egalité, fraternité” a un nutrido grupo de alumnos. De modo que no todos los alumnos están participando en debates o en concursos, estoy impresionado. Cuando llegan mis alumnas, que sólo han conseguido reclutar a otra bala perdida, decido okupar la primera aula que vea libre, y es así como terminamos en un laboratorio de ciencias. Cuando ya estamos listos, una de mis alumnas me dice que quiere cambiarse el nombre de Lorena por el de Lavinia, y otra, que es nueva, me pide que me invente uno para ella. Accedo a los deseos de la primera, bautizo a la segunda con el nombre de Ginebra, en homenaje a la futura hija de mi amigo Jon Carazo, y damos diez minutos de clase hasta que suena el timbre.
Después de hora y media de regreso hasta mi barrio, no me quedan muchas fuerzas para unirme a los franceses, que han ido a tomar algo a un garito que me queda un poco lejos. Tengo un plan mejor: devorar un buen cuenco de ramen picante en el japonés y volver a casa a ver una peli. El efecto de este plato es tan milagroso que cuando salgo del restaurante he recuperado todo mi aplomo.
En lo que llevo aquí he aprendido a cruzar la calle cuando se puede, que no es necesariamente cuando el semáforo está en verde, pero esta vez nadie me va a hacer correr o retroceder. Cuando un coche se me acerca estando yo en medio del paso de cebra me paro, extiendo el brazo derecho y señalo al conductor con el dedo índice. El coche se para, yo soplo el humo del cañón y enfundo la pistola, triunfante.
Como hace buen tiempo salgo a correr una hora por el parque Lizhi. Tras una hora volviendo la cabeza de un lado a otro para no perder detalle del espectáculo que os describí el otro día, regreso a mi apartamento e inundo el cuarto de baño al utilizar la ducha, carente de recipiente de loza u otro material que contenga las aguas de la misma.
Poco más tarde recibo la llamada de la secretaria encargada de atender a los extranjeros. Por lo visto la mitad de mi diploma de licenciatura está escrito en un idioma ignoto y necesita que le proporcione información sobre la institución en la que obtuve tan peculiar documento. Por un instante se me pasa por la cabeza iniciar a la señorita Huang en los misterios de mi antediluviano idioma materno y la ancestral cultura de mi pueblo, pero resulta más fácil pedirle que me permita hacer uso de su ordenador y mostrarle la página en inglés de la EHU. Permitidme que aproveche esta ocasión para mostrar mi gratitud a mi antigua universidad por traducir su página al inglés, así como por convertirme en un hombre paciente acostumbrado a la necesaria lentitud y complejidad de los trámites burocráticos (que los necios y los ignorantes confunden con la ineptitud y el descontrol).
Después de preparar la clase de la tarde y estar un rato de cháchara con la señora de las fotocopias (ninguno de los dos entendemos una palabra de lo que dice el otro pero nos hacemos mucha gracia), bajo al comedor donde una “coci” cuya vehemencia no desmerece de la de la etxekoandra del Epermendi insiste en que me ponga mucho de todo en el plato, ¡como si hiciera falta! Ahora que ya tengo compadres, comparto mesa con la profesora alemana y un compañero chino que nos confiesa que todos los hombres de la escuela (él incluído) están enamorados de la profesora china de alemán.
A las 2:45 cojo el furgobús de la escuela hacia el senior campus en Yantian, el distrito más oriental de Shenzhen. Llegar hasta allí nos lleva una buena hora, y eso que el conductor se llama igual que el señor del chiste del chino más rápido del mundo. Recorremos de este a oeste la frontera con Hong Kong hasta llegar a una zona a medio construir, cerca del puerto comercial, donde se acumulan ciclópeas montañas de containers provenientes de todo el mundo. Visto lo que ha tardado Shenzhen en pasar de ser un pueblo pesquero a lo que es ahora, no me cabe la menor duda de que antes de que terminen las obras de la Alhóndiga construirán cincuenta Basauris en Yantian.
Llegamos a la escuela, un monstruoso complejo escolar rodeado por un foso azul celeste que, imagino, llenarán de agua y cocodrilos. Ayudo a la alemana acarreando una caja de libros hasta la sala de profesores para ver si tengo la suerte de conocer a su homóloga china. Buena jugada, dejo la caja de libros y me presento a la susodicha, que está impresionada de que haya subido cuatro pisos con todo ese peso a cuestas. El informante no mentía y ahora me siento totalmente identificado con el resto de mis compañeros varones.
Llegar a dar clase en el campus de Yantian puede llegar a ser toda una hazaña. Se supone que he de impartir mis clases en el auditorio principal, pero el primer día me enviaron a otra aula. El segundo día fui a esa aula, pero estaban celebrando un “debate” así que probé suerte en el auditorio donde me esperaban cuatro de los doscientos y pico alumnos que se supone que tengo en ese grupo.
- ¿Dónde están los demás?
- En el debate.
- ¿Y qué queréis hacer?
- Ir al debate.
Así que se fueron al debate.
Hoy es el tercer día que doy clase en este campus. Miro en el aula y veo que están preparando otro debate, de modo que voy al auditorio, que para mi sorpresa está abarrotado. Subo al estrado dispuesto a seducir a mi audiencia, pero algo no va bien. Veo a algunos profesores entre la chavalería y nadie parece prestarme la debida atención. Pregunto a ver de qué va la historia a una estudiante (para estas alturas ya sé que hablan más inglés que sus educadores) y me dice que van a celebrar un concurso, ¡un concurso! Encuentro a tres de mis alumnas en la puerta del auditorio. Ellas tampoco saben donde es la clase. Las chicas me llevan de un profesor a otro hasta que damos con uno que dice saber dónde es la clase. Mientras el profesor me guía hasta el aula, me separo de las chicas para que puedan reunir a sus compañeros extraviados. En la nueva aula encuentro a mi compañera francesa enseñando a pronunciar “liberté, egalité, fraternité” a un nutrido grupo de alumnos. De modo que no todos los alumnos están participando en debates o en concursos, estoy impresionado. Cuando llegan mis alumnas, que sólo han conseguido reclutar a otra bala perdida, decido okupar la primera aula que vea libre, y es así como terminamos en un laboratorio de ciencias. Cuando ya estamos listos, una de mis alumnas me dice que quiere cambiarse el nombre de Lorena por el de Lavinia, y otra, que es nueva, me pide que me invente uno para ella. Accedo a los deseos de la primera, bautizo a la segunda con el nombre de Ginebra, en homenaje a la futura hija de mi amigo Jon Carazo, y damos diez minutos de clase hasta que suena el timbre.
Después de hora y media de regreso hasta mi barrio, no me quedan muchas fuerzas para unirme a los franceses, que han ido a tomar algo a un garito que me queda un poco lejos. Tengo un plan mejor: devorar un buen cuenco de ramen picante en el japonés y volver a casa a ver una peli. El efecto de este plato es tan milagroso que cuando salgo del restaurante he recuperado todo mi aplomo.
En lo que llevo aquí he aprendido a cruzar la calle cuando se puede, que no es necesariamente cuando el semáforo está en verde, pero esta vez nadie me va a hacer correr o retroceder. Cuando un coche se me acerca estando yo en medio del paso de cebra me paro, extiendo el brazo derecho y señalo al conductor con el dedo índice. El coche se para, yo soplo el humo del cañón y enfundo la pistola, triunfante.
8 Comments:
Muy, muy bueno. Veo que compartimos destino (yo también tengo un trayecto de hora y media entre mi casa y mi campus).
Besos
6:46 AM
y a mi no me rechina
olvida el microondas, cocina en la cocina
corre como una liebre cuando oigas la bocina
y buscate una novia, sea alemana o china
Oshaba
4:59 PM
Joder MArtin quien te ha visto y quien te ve... Una cosa te digo... ojo con la profesora china de aleman (joder que mezcla más curiosa)!!!!! jejejejejejejeje
6:04 PM
ponles de nombre Begoñitas, que es lo que se lleva
6:23 PM
Esto se pone cada vez más interesante. Tiene más pinta de dragón que de culebrón. Espero nueva entrega de episodios.
Ánimo.
3:54 AM
¿Cuanto tiempo crees que aguantaras buscando a los alumnos?Organiza un "debate". Sobre los toros.
2:49 AM
Buena idea la de Lide. Pero si de verdad quieres triunfar, organiza un concurso de debates.
4:56 PM
hola martintxu javi y yo estamos entretenidos con tus noticias muchos besos
4:56 AM
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