Diario de un aventurero en chinataun taun taun.

Monday, July 09, 2007

¡Que viene, que viene!


Ya sólo faltan poco más de 24 horas para mi llegada triunfal al aeropuerto de Loiu. No he escrito antes porque andaba acojonado con ciertos problemas con mi pasaporte que se han arreglado en el último momento. Como todavía no se me ha quitado el susto, no cantaré victoria hasta que no esté subido en el avión, pero la posibilidad de perder el vuelo y quedarme de veraneo en China es ahora mucho menos probable.
El que avisa no es traidor, mañana mismo toca salir a liarla en Bilbao.
Hasta pronto.

Tuesday, July 03, 2007

Yunnan 2: Lijiang y Zhongdian

A la mañana del día siguiente regresamos a Lijiang todos menos Aaron, que se hizo amigo de una pareja de alemanes que tenían intención de seguir adelante hasta no se qué pueblo perdido en las montañas.

Ama y amuma, saltaros el siguiente párrafo.

El regreso en minifurgo desde el albergue hasta Qiaotou (punto de partida de la excursión) por una serpenteante carretera repleta de agujeros y obstáculos de todo tipo fue sin duda la etapa más pavorosa de la garganta. El conductor parecía decidido a romper todas las marcas de velocidad en aquel tramo o a morir en el intento, y aquellos con los que nos cruzábamos tampoco daban muestras de aprecio por la vida, ya fuera la propia o la ajena.

Ya podéis seguir leyendo.
Llegamos a Lijiang bien pasada la media tarde y fui a comer por última vez con Ibon y Pedro, ya que Marc se quedó indispuesto en el albergue. Después de un paseo por la ciudad, Ibon y Pedro se irían a Guilin a seguir su gira por China, así que me despedí de ellos (nos veríamos en Shenzhen en menos de una semana) e intenté volver al albergue. Lo intenté pero no lo conseguí.
La Lonely Planet advierte de que, a pesar de no ser especialmente grande, no es difícil perderse en el barrio antiguo de Lijiang debido a lo intrincado del trazado de sus calles. Por supuesto que esto no es excusa para alguien que se jacta de tener un sentido de la orientación infalible (también puede ser que la lasaña que me acababa de comer en compañía de mis amigos me hubiera dejado algo grogui) pero el hecho es que fui incapaz de encontrar el camino de vuelta al albergue.
Cuando Marc me llamó alrededor de hora y media o dos más tarde y bajó en mi rescate, yo ya había tirado la toalla y estaba sentado en la plaza del mercado viendo un espectáculo de danzas folklóricas naxi, resignado a perderme la siesta que tanta falta me hacía. Como no se nos ocurrió otra cosa que hacer a esas horas, cinco o cinco y media, decidimos explorar la parte moderna de la ciudad, a ver si encontrábamos un cine donde dieran Spiderman 3, que se estrenaba aquel viernes en todo el mundo. En todo el mundo salvo en Lijiang, podían haber advertido, porque el estreno de la semana no era otro que Superman Returns, película que no nos apetecía volver a ver a ninguno de los dos.
En esas andábamos cuando recibí la llamada de Aaron que, tal y como nos explicó más tarde, había regresado de su aventura antes de lo previsto debido a que no se arreglaba bien con la pareja alemana. Al parecer, los alemanes tenían los planes menos definidos de lo que le habían hecho creer y pretendían que Aaron, como medio-chino que es, les hiciera de guía e intérprete, preguntando por el camino, buscando alojamiento, y lanzando petardos para asustar a los osos, supongo. Aaron no estaba muy de acuerdo con el papel que asignado y, tras comprobar que sus compañeros no tenían ni la más remota de adónde iban, decidió volverse a Lijiang con sus viejos amigos.
Reunidos de nuevo, los tres cenamos en el Sakura, uno de los inmensos bares restaurante de madera situados a ambas orillas de un precioso canal del barrio antiguo. Marco incomparable, que se dice, pero el ambiente no invitaba a la contemplación sosegada de los encantos de la ciudad. Las márgenes del canal estaban saturadas de turistas que se movían a empujones, y el interior del bar era … ruidoso. Por un lado estaba el chunta-chunta del discjockey, que era incontinente verbal y no paraba de gritar arengas por megafonía, luego estaban los cantantes del piso de abajo, que cantaban pachangadas chinas con fondo de karaoke, y last but not least estaban las propias parroquianas, que cantaban a coro asomadas a la calle desde el segundo piso. Al final de cada canción gritaban algo así como “¡yashuo, yashuo, ya ya shuo!”, y entonces les tocaba cantar a las de los balcones del bar de enfrente como si fuera un campeonato de bertsolaris en grupo. Ver a tanta chica alegre nos hizo albergar muchas esperanzas, pero no tardamos en comprobar que estaban muy a lo suyo, y que había que estar muy sordo para aguantar aquel guirigay durante más de diez minutos. Por desgracia, ya habíamos pedido la cena cuando nos dimos cuenta de esto último, de modo que para cuando pagamos la cena y nos pudimos marchar ya teníamos la cabeza llena de “yashuo” y sólo queríamos volver a la tranquilidad del albergue cuanto antes.
Tomando la última cerveza en el albergue conocimos a Frank, un cartógrafo taiwanés retirado que llevaba un par de años viajando por China. Cuando Aaron le interrogó sobre su antiguo trabajo (porque Aaron más que preguntar interroga), el hombre nos dijo que no podía dar detalles porque era alto secreto. Esto, sumado a algunas vaguedades e incongruencias en el relato de sus años como estudiante en Estados Unidos (como equivocarse en el nombre de la universidad donde supuestamente se había graduado), nos hizo pensar que lo mismo era un espía o que lo mismo se estaba quedando con nosotros. Qué más daba, pensaba yo, si el tipo pagó dos rondas y encima era simpático, pero Aaron no estaba tan satisfecho
No soy el único con la impresión de que en este país hay mucha gente que miente por el mero placer de hacerlo, como el que se aburre de decir siempre lo mismo y se inventa una historia fantástica por pura diversión. Mi actitud ante esto es dejar que me cuenten lo que quieran y guardarme la opinión sobre si es cierto o no, mientras que la de otros, como Aaron, consiste en hacer lo posible por pillar al embustero. Me pregunto que tipo de escéptico preferirá este tipo de gente, si agradecerán la libertad que les doy para contar las mayores milongas, o si prefieren la emoción de batir su ingenio con un oyente inquisitivo. A lo mejor hay de todo.
A primera hora de la mañana, Aaron y yo cogimos el bus a Zhongdian, una pequeña ciudad cercana a la frontera con el Tíbet, dejando en el alberge a Mark que ya estaba hasta el gorro de carretera.
Con el bus, subimos durante horas por una sierra interminable hasta llegar a una luminosa planicie donde vimos las primeras casas de estilo tibetano, con tejados curvos y grandes muros de piedra ligeramente inclinados hacia adentro, así como algunas diminutas aldeas de casas de madera. También vimos unas grandes plataformas hechas con troncos que se usan para secar las pieles de los búfalos, unas chimeneas blancas decoradas con banderines de colores que supongo que eran hornos crematorios, y, poco antes de llegar a la ciudad, un grupo de monjes tibetanos jugando al baloncesto en la cancha de un colegio.
Aunque todavía se la conoce como Zhongdian, la ciudad cambió su nombre en 2002 por el de Shangri-La, el paradisíaco lugar imaginario de los Himalayas del que habla James Hilton en su novela Horizontes perdidos (1933). Como los turistas somos así de borregos, el cambio supuso un importante aumento de las visitas, o por lo menos eso dicen.
Tras llegar a como se llame pasadas las tres, alojarnos en el albergue y comer un plato de yak con verduras acompañado de una copa de vino local, me empezó a entrar un mareo fortísimo que atribuí al mal de altura (estábamos ya a unos 3400 metros sobre el nivel del mar), aunque tampoco es descartable que el vino tuviera algo que ver.
Zhongdian es el primer lugar que conozco de China con auténtica tradición vitivinícola, algo que hay que agradecer a los misioneros católicos franceses. Tienen un vino dulce muy rico que recuerda al oporto, que vale que pega bastante pero que tampoco recuerdo que tumbe con una sola copa.
Fuera por lo que fuera, el hecho es que me tuve que ir a descansar al albergue, donde me eché una profunda siesta de más de tres horas de la que me levante más fresco que un verdel de Lekeitio.
Por cierto, que en Yunnan también tienen buen café. Al final va a ser que en la China profunda tienen más que ver con nosotros que en la “occidentalizada“.
Aaron ya había visto casi todo lo que había que ver en la diminuta ciudad, así que me fui por mi cuenta a explorar el barrio antiguo, que era como el de Lijiang, sólo que más rústico y sin canales. En el templo de lo alto de la colina hice girar un inmenso cilindro dorado para pedirle al santo Buda que impidiera el descenso del Athletic, ¡eup!, y al de poco recibí la llamada de Aaron, que necesitaba mi ayuda para acabarse una cafetera llena de té con mantequilla de Yak. Aunque se hizo lo que se pudo, no hubo forma de terminar aquello, que no estaba malo, pero que empalagaba al de la primera taza. Al menos nos quedó constancia de que es el remedio definitivo para los labios agrietados y deshidratados.



En la plaza del mercado, estuvimos a un pelo de unirnos al corro de lugareños que bailaban al ritmo de melodías tradicionales tibetanas con horrendos arreglos contemporáneos compuestos por algún Luis Cobos chino, pero se nos quitaron las ganas al ver cómo desentonaba un grupo de guiris que se nos adelantó.
Cenamos asado de yak, a ver qué os esperabais, y probé un dulcísimo vino de ciruelas en un bar restaurante donde nos quedamos un buen rato jugando al ajedrez hasta que llegó la hora de volver a la cama.

Al día siguiente anduvimos un par de kilómetros al norte de la ciudad para ver el monasterio de Ganden Sumtseling Gompa, un impresionante complejo de unos trescientos años que reúne veinte templos y un centenar de casas para monjes. Por lo que dicen no deja de ser una especie palacio de Potala en pequeñito, pero es sin duda el templo más espectacular que he visto en China. A las fotos me remito.





Volvimos a Lijiang a tiempo para hacer unas compras de última hora, cenar con Mark y tomar unas cervezas en una de esas terrazas del canal donde las chicas hacían el “yashuo” dos días antes, solo que ahora estábamos en el último día de las vacaciones de mayo y apenas había nadie alrededor. Se estaba bien, y ahí nos quedamos hasta bastante más tarde de lo que debiera hacerlo nadie que tenga que coger el avión de vuelta a casa a las ocho del día siguiente.