Diario de un aventurero en chinataun taun taun.

Tuesday, January 30, 2007

Zorionak niri!

A pesar del frío, pasé las doce horas del trasbordo en Londres bastante entretenido entre el desayuno a la inglesa (huevos fritos, bacon, salchicha, baked beans, tostadas y café), el obligatorio tour cultural (Orbital Comics, Gosh! y Comicana), y el largo paseo por el centro de la ciudad. Me llamó la atención lo pequeños y viejos que son los edificios en Europa y me divertí escuchando furtivamente a los españoles que había por todas partes.
Llegué a Sondika con un cuarto de hora de adelanto. Allí me esperaban, como siempre, mi ama, mi tía Arantza, el primo Iker y la cuadrilla de Bilbao casi al completo. Esto es algo que siempre me emociona mucho.
Después de la suculenta cena casera a base de jamón, langostinos, bacalao con patatas en salsa verde y pasteles, salí de juerga hasta las tantas con los amigos.
No me voy a explayar con los detalles de cómo he pasado el resto de los días. Baste decir que ya he ido al cine un par de veces (sin demasiada suerte, por cierto), que volví a salir el sábado (esta ciudad es la capital mundial de la marcha, entre otras muchas cosas), y que el domingo vi por la tele cómo el Athletic ganaba cero a dos en Anoeta.
Hoy es mi cumple, pero creo que pedir más regalos sería muy desconsiderado por mi parte. La foto es de la celebración que hice con los amigos de Shenzhen hace más de una semana. El pastel corrió a cargo de la escuela, que me dio unos vales para una pastelería que hay cerca. Yo me los gasté todos en el pastel y creo que mereció la pena (¿os podéis creer que las flores y las perlitas eran de merengue?). Los amigos me regalaron una guitarra para tocar con la Playstation, una pasada.

Thursday, January 25, 2007

Manhana nos vemos, Bilbao

He vuelto a llegar demasiado temprano al aeropuerto de Hong Kong, aunque esta vez solo he llegado ocho horas antes de que salga el vuelo. La vez anterior fueron doce, asi que voy mejorando, supongo. Venir de Shenzhen al aeropuerto me lleva unas tres horas entre que cojo el metro, paso la frontera, voy en tren una parada a Sheung Shui y pillo el bus A43 hasta aqui. Tanto cambio me pone algo paranoico y por eso intento venir con tiempo.
Cabria esperar que un individuo con tanto mundo como yo afrontara este viaje como quien baja a tirar la basura, pero no es asi. Estoy nervioso porque tengo miedo de llegar tarde y perder el avion, de que haya algun problema con el billete y no me dejen embarcar, de que el vuelo se cancele, y de un monton de cosas mas.
Tampoco me hace gracia tirarme catorce horas en el avion hasta Heathrow. Las doce horas que tengo que pasar en Londres entre un vuelo y otro me preocupan menos. Un paseito, tiendas de comics (Forbidden Planet, Gosh!, y esa otra que hay junto al Centre Point) y tomarme una pinta a vuestra salud.
De Londres a Bilbao, la ultima vez me toco un grupo de colegiales horroroso que nos dieron el viaje, pero, por fechas, dudo que eso vuelva a ocurrir. A ver si no hay temporales ni cosas de esas...

Sunday, January 21, 2007

Surrumurrus

Hará unos veinte años, una pareja norteamericana vino a Shenzhen de viaje de negocios con su hijita de seis años. Aprovechando las horas libres, la familia visitó un mercado callejero y, en un momento de descuido, la niña se les extravió en la multitud y no la volvieron a encontrar. Los padres removieron Roma con Santiago durante meses, pero no hubo forma de encontrarla y finalmente tuvieron que regresar a su país, desde donde continuaron la búsqueda a través de detectives privados. Lejos de resignarse, la pareja se turnaba para venir unas semanas cada año, hasta que fueron perdiendo la esperanza y estas visitas se hicieron menos frecuentes. Unos quince años más tarde, la madre volvió a SZ por última vez. Al pasar por un puente peatonal notó que algo le tiraba del pantalón. La mujer miró al suelo y reparó en una figura raquítica y contrahecha, con las piernas rotas y dobladas por encima de los hombros, que se arrastraba sobre una tabla de madera con ruedas y clavaba en ella unos grandes y pálidos ojos azules mientras le decía “¡Mamá!”.
Esta historia se la oyó contar un compañero a una chica de Hong Kong, que explicaba así la aprensión que le inspiraba la ciudad en la que vivo. La historia, ya de por sí inverosímil, resulta todavía menos creíble viniendo de donde viene, ya que SZ no tiene muy buena fama entre los hongkoneses. Sin embargo, a este lado de la frontera también hay quien habla de mafias que secuestran niños para mutilarlos y ponerlos a pedir en la calle. Por oír, he oído que hasta los raptan de las maternidades y los crían dentro de una caja para que crezcan contrahechos.
No discuto la existencia de mafiosos que explotan a los mendigos, pero no me parece que la mendicidad sea tan lucrativa como para que a alguien le de por poner un criadero de tullidos. Lo que sí que es cierto es que la poca gente que veo en la calle con minusvalías severas, o con anormalidades y defectos físicos manifiestos, casi siempre están pidiendo, cosa que tampoco da buena espina.
Por otro lado, parece que hay aquí bastante afición a las leyendas urbanas. Muchas de ellas tienen lugar en Dongmen, el barrio comercial del que os he hablado en más de una ocasión. Son historias menos elaboradas que la de la familia yanqui, como la del hombre que se dedica a pinchar a la gente con una jeringuilla infectada de sida sin que estos se enteren, o la del infeliz al que abrieron en canal, sin anestesia ni nada, para robarle el corazón en un lavabo público.
También hay una historia que me cuesta mucho creer, a pesar de que hay quien dice haberla leído en el periódico, y es que, al parecer, la frontera con HK está cosida de túneles secretos que los contrabandistas utilizan para pasar toda clase de mercancías de un lado al otro. Se dice que la policía china encontró uno de estos túneles al registrar un edificio próximo a la frontera donde paraban demasiados camiones, y luego anunció que podía haber muchos más por descubrir.
Mis alumnos me contaron otra leyenda urbana cuando les consulté sobre el tema. Trata de un taxista que recogió a una misteriosa mujer vestida de blanco en el distrito de Nanshang a altas horas de la noche. La chica era muy guapa, y por eso el taxista la miraba intermitentemente a través del espejo retrovisor, hasta que, en una de estas, la pasajera ya no estaba allí. El taxista estaba desconcertado, pero siguió circulando porque no podía pararse en medio de la autopista. En una de estas, el taxista volvió a mirar atrás y allí estaba ella de nuevo como si no hubiera pasado nada. El chofer no se atrevió a decir nada porque temía que le tomaran por loco y siguió conduciendo. La chica volvió a desaparecer y a reaparecer en numerosas ocasiones y el pobre hombre ya no sabía qué pensar. Distraído como iba, reaccionó tarde ante un semáforo en rojo y paró con un fuerte frenazo. Al taxista se le heló la sangre cuando una mano ensangrentada le cogió del hombro y se oyó una débil voz que decía: “¿me puede dad un kleenex, pod favod?”
¿Alguien se imagina lo que pasó?
En efecto, la chica no había desaparecido, sino que se agachaba detrás del asiento para hurgarse los mocos. Cuando el coche frenó violentamente, ella se clavó el dedo en la nariz con no menos fuerza, y es por esto que la mano estaba llena de sangre. Escalofriante.

Wednesday, January 10, 2007

Rara navidad

Esta navidad no ha habido langostinos, cava, uvas ni chipirones en su tinta. Por no haber, no ha habido casi ni vacaciones, pero tampoco me quejo. Al menos no he pasado frío y he sobrevivido a un terremoto.
En la escuela, los alumnos han decorado las clases con dibujos, guirnaldas, y nieve de spray, y se han entregado a multitud de saraos extracurriculares que los profesores extranjeros no estábamos obligados a presenciar, aunque siempre se nos animaba a hacerlo insinuando que los alumnos esperaban que fuéramos. Mi impresión es que, a pesar de que estas actividades no carecen de interés antropológico, siempre se alargan más de lo debido, y que los alumnos apenas se dan cuenta de que uno está allí.
La víspera de navidad, sin ir más lejos, asistí la fiesta del décimo aniversario del club Fantasy, un club juvenil que organiza actividades relacionadas con la práctica del inglés, porque tres alumnas mías habían preparado una actuación. A pesar de haber llegado tarde, me tragué una aburrida adaptación teatral de La bella y la bestia, un par de actuaciones musicales algo sosas, y un número de breakdance que quedó algo deslucido porque la alfombra del escenario estaba mal sujeta y los pobres chavales no paraban de tropezar, antes de ver a mis alumnas cantando “Hola Don Pepito” con la coreografía del Aserejé de las Ketchup. Después hubo un número llamado “The Fantasy Family” en el que parejas de alumnos desfilaban representando a diferentes países. Las parejas se acercaban al micrófono, decían de dónde eran y la virtud que les caracterizaba, y hacían una pantomima para que quedara más claro. España, cómo no, era el país de la pasión, y no me avergüenza decir que mi alumno estuvo sembrado, haciendo pases con un capote y una rosa entre los dientes. Alguno dirá que estoy haciendo una pobre labor a la hora de combatir los tópicos, pero a los demás países no les fue mejor. La pantomima de la pareja “alemana” consistió en ponerse firmes y saludar a la romana, extendiendo sólo el dedo índice y el anular.
Celebré la nochebuena en casa de mi amigo Marc, que esperaba que fuera a ir bastante gente, y se puso algo triste al ver que sólo estábamos cuatro gatos, literalmente. La anécdota de la noche fue que cada comensal debía llevar un regalo para hacer el juego del amigo invisible, y todos nos regalamos la misma cosa: bombones Ferrero Rocher.
El día de navidad era festivo para los guiris como yo, pero “los alumnos esperaban que fuera” a una merendola en el remoto campus de secundaria de Yantian. Cuando confirmé mi asistencia, me pidieron que preparara una comida típica española, y, como estoy hasta el gorro de hacer tortillas, preparé una ensaladilla rusa que se comieron con gusto. Las japonesas compraron sushi para todos con dinero de la escuela y la alemana preparó unas galletas, así que la cosa quedó apañada.
Este día también encontré un curioso regalo anónimo en mi puerta: un tarro de estrellas. Al principio pensé que se trataba de caramelos, pero resulta que son estrellas echas con tiras de papel de dibujos y colorines. Yo no entendía para qué era aquello, pero más tarde he descubierto que se trata de una especie de pasatiempo que trae buena suerte a quien las hace y a quien se las regalan. En mi tarro hay unas cincuenta, y podéis consultar esta página para ver cómo se hacen y daros cuenta del trabajo que ha debido llevar:
http://www.legacyproject.org/kits/drstarorigami.html . Que alguien me desee tanto bien es algo que se agradece, pero también inquieta.
Alrededor de las siete de la noche del martes 26 de diciembre, solo frente al ordenador, sentí que mi silla reclinable se mecía levemente, como poseída. Según mi percepción la cosa no duró más de un minuto, lo justo para marearme un poco y comprobar que no me lo estaba imaginando. Al día siguiente yo ya me había olvidado del fenómeno, pero, al preguntar a mis compañeros si también estaban teniendo dificultades para conectarse a internet, me explicaron que aquello era consecuencia del terremoto de Taiwan, cuya réplica habíamos sentido el día anterior. El seísmo, de magnitud 7 en la escala de Richter, provocó dos muertos y escasos daños materiales, así como la ruptura de un cable submarino del que dependía la fluidez de las comunicaciones vía internet en toda China. La conexión ha ido mejorando poco a poco durante la última semana, aunque todavía no está del todo restablecida. Para mí, lo peor fue no poder utilizar el Skype para hacer llamadas en nochevieja, y que leer o enviar e-mails se convirtiera en algo desesperantemente lento, si no imposible.
El terremoto también me proporcionó una idea malvada para gastarles una inocentada a mis alumnos y compañeros. La gente reaccionaba con auténtico estupor cuando les decía que el Diwan, el edificio emblemático de Shenzhen, el del dibujo que publiqué en la entrega anterior, iba a ser derruido a causa de los daños estructurales causados por los temblores. Los alumnos han prometido que la venganza será terrible.
Para compensar que el 1, el 2 y el 3 de enero eran festivos, tuvimos que impartir las clases del martes y el miércoles el sábado y el domingo. No me preguntéis dónde irán a meter las del lunes. Al menos, la escuela tuvo un detalle por el año nuevo y nos hicieron un regalo tan insólito como indudablemente práctico: cada profesor recibió ocho cajas de toallitas desechables, dos cajas de detergente, seis litros de leche y quince rollos de papel higiénico.
Enajenado con tanto dispendio, yo mismo me regalé algo que llevaba años sin atreverme a comprar por el temor a convertirme en un ser todavía más indolente e introvertido: la Playstation 2. Así es como he descubierto que el verdadero peligro de la Play no es que me vicies yo. El verdadero peligro es que se vicien los demás. Ese trasto del demonio es peor que los Donetes: te salen amigos por todas partes y luego no hay forma de echarlos de casa.
En nochevieja, un compañero norteamericano nacido en argentina de padres sino-coreanos, nos llevó a unos amigos a cenar solomillo en un restaurante argentino del Soho hongkonés. Todo muy cosmopolita. La cena estuvo rica. No lo suficiente para hacerme olvidar el suculento banquete familiar que me estaba perdiendo por estar aquí, pero sí lo bastante para justificar el precio, caro para alguien venido de la China continental. Después fuimos de bares por la zona (el Soho está lleno de bares y restaurantes de estilo occidental) hasta que llegó la hora de recibir el año nuevo en una calle abarrotada. Hicimos la cuenta atrás con las campanadas, se lanzaron toneladas de confeti, y amigos y extraños nos felicitamos el año nuevo con efusión. La juerga duró hasta alrededor de las cuatro de la mañana, hora a la que decidimos que era oportuno emprender el largo retorno al otro lado de la frontera.
Por muy destroyer que sea la noche anterior, siempre me levanto eufórico el día de año nuevo. Como mis compañeros occidentales estaban KO y los chinos se habían ido con sus familias, invité a comer a las profesoras japonesas, que habían pasado una noche tranquila, cenando fideos soba delante de la tele. Comimos en mi japonés favorito y, como hacía un día espléndido, fuimos al parque Lianhuashan para subir la colina coronada por la gran estatua de Deng Xiaoping. Nos lo hubiéramos pensado dos veces de haber sabido que nos encontraríamos con semejante muchedumbre, pero supongo que mereció la pena porque aquello era digno de verse. Cuando la marea humana nos hubo arrastrado hasta la cumbre, tuve la ocurrencia de hacer ademán de rezar ante la estatua del padre de Shenzhen. Cuando las japonesas me preguntaron qué estaba haciendo, les expliqué que le estaba pidiendo a Deng que me hiciera rico para no volver a trabajar en la vida. Las japonesas, que no se toman el trabajo a cachondeo, se escandalizaron tanto que tuve que mentir y decirles que no hablaba en serio. Esto las tranquilizó y hasta me rieron la gracia. Ahora, lo que tienen de ética del trabajo les falta de discreción, porque dos días más tarde los alumnos me recibieron en clase juntando las palmas de las manos y haciendo reverencias mientras repetían “Deng Xiaoping, Deng Xiaoping...”