Diario de un aventurero en chinataun taun taun.

Thursday, February 26, 2009

Sin vergüenza

Hey, que no me pasa nada, aunque mi portafolio se pasa a esta nueva dirección:


Tampoco es que allí haya colgado grandes novedades, aunque podéis encontrar algún dibu nuevo como el del Bruce Lee churfero:


Después de más de dos meses sin publicar nada, os daré la razón si pensáis que ya me vale, que esto ni es blog ni nada. Espero publicar más en breve, pero es que ando justo de tiempo, y, para qué os voy a engañar, un poco vago para esto también.
De momento, espero que esta mega-horterada china os haga gracia. Se trata de un conjunto de cama nupcial chino de Hello Kitty que venden debajo de mi casa:


Bueno, ¿eh?

Sunday, November 09, 2008

INTERLUDIO

A ver si esta semana retomo lo de Shanghai. De momento, aquí tenéis otra tira de rollo chino.

Friday, October 24, 2008

Shanghai III

MIÉRCOLES 2 DE OCTUBRE

Me levanto a las 7:30 con el papel higiénico preparado, así que me puedo cumplir con mis obligaciones en los impolutos aseos del albergue.

No he dormido muy bien por culpa de los mosquitos, que al principio confundí con chinches, a las que tengo mucho respeto desde que casi desangran a mi madre en la cama de un hotel parisino. A la momia no le habrán picado porque tiene hasta la cara bajo la manta (tentado estoy de despertarlo para ver si está de verdad ahí).

Me aseo y salgo a buscar un sitio para desayunar de camino al Shanghai Museum, pensando que esta ciudad tan occidentalizada tiene que haber más de un sitio donde tomarme un café, aparte del Starbucks de rigor.

Error. Termino tomándome un café latte y un cruasán en un Starbucks de la plaza Renmin por casi 4 euros.

En el Shanghai Museum hay una cola monumental. Aguanto media hora de espera bajo un sol de justicia y llego a la conclusión de que será mejor venir otro día, un rato antes de que abran en lugar de un rato después de que lo hagan.

Visito la tienda de souvenirs para hacerme una idea de cuánto merece la pena esforzarse por entrar en el museo, y lo que veo me anima a intentarlo al día siguiente.

Me pongo a andar hacia el sur, hacia el barrio viejo.

Al de un buen rato me encuentro en un mercado callejero de esos en los que gente que parece (mal)vivir del aire te mira raro cuando preguntas lo que vale un teléfono estropeado o una guía televisiva de hace veinte años, solo que aquí no abundan tanto las guías televisivas como las monedas antiguas o los manhuas (comics) de temática patriótica. En uno de esos puestos, ojeo unos folios con copias de retratos al carboncillo de sonrientes campesinos y soldados del ejercito rojo, detrás de los cuales un aprendiz no muy dotado ha garabateado algunos bocetos. El vendedor, al que he apartado momentáneamente de su partida de cartas, me acerca un estrecho librito encuadernado con una tela de algodón azul, que resulta ser un guía de bolsillo de chaleco (vest pocket book) sobre licores y cócteles, la manera de hacerlos, servirlos y consumirlos. Cuando el vendedor me dice su precio por las láminas y el libro, ni se me ocurre intentar rebajarlo y pago 80 céntimos de euro procurando que no se me note mucho entusiasmo.

Heublein’s Famous Club Cocktails, así se llama el librito, contiene una completa lista de bebidas con un índice alfabético al margen como los de las guías telefónicas; una lista de recetas para hacer bebidas embotelladas en grandes cantidades, así como consejos e instrucciones para la gestión y el mantenimiento del bar; una selección de bríndises a cada cual más pintoresco; y chistes ilustrados tan malos que hacen gracia.

Atento, aittitta, a cómo hay que servirse un Benedictine en condiciones:

“Coloque un vaso de güisqui boca abajo sobre la barra, y, encima de éste ponga una copita y llénela de Benedictine.

Ésta es la forma en la que todos los licores deben servirse solos.”

y atentos, los demás, a cómo podéis preparar vuestra propia birra:

Cerveza, Familiar.

Agua hirviendo, 10 galones.

Gengibre molido, 15 onzas.

Limones, en rodajas, 10.

Crema tártara, 10 onzas.

Poner en un recipiente y, cuando se temple, colar y añadir 15 libras de azúcar moreno. Después, rebajar 4 onzas de alcohol con ½ onza de aceite de clavo, ½ onza de aceite de canela y añadir. Cuando la mezcla se ponga tibia añada 1 pinta de levadura; déjela reposar 16 horas, quite la grasa y fíltrelo. Al embotellar, asegure bien el tapón”

Los bríndises tampoco tienen desperdicio. Aquí uno de los más cortos:

“BRINDIS A UN HOMBRE SIN DINERO.

Que tu sombra nunca decrezca”

Creo que se me nota contento con la compra.

También compro un par de leoncitos de bronce, que rebajo de 14 euros a 4 con mi pericia de curtido regateador.

Junto al mercadillo hay un barrio de viejas casitas de ladrillo que me animo a explorar, a pesar de que es el típico sitio donde, de estar en otro país, no me metería ni jarto de baijiu. Sin embargo, esto es China, y, al menos para los extranjeros, zonas muy deprimidas pueden resultar más seguras que, por ejemplo, Andorra.

El lugar merece la pena verlo, aunque su pobreza me hace sentir como a un intruso. Los únicos comercios son esas tiendas de tabaco, licores y refrescos, con unas pocas chucherías y fideos instantáneos, tan ubicuas en China como la hierba en el campo, y algún restaurante improvisado que no llega ni a la categoría de lo que los americanos llaman “hole in the wall”.

Sin embargo, las casas, a pesar de estar en ruinas, tienen su encanto. Muchas son de estilo colonial, y las calles son largas y estrechísimas, como de arrabal victoriano, sólo que, en lugar de niños harapientos y mendigos con chistera, predominan los ancianos en pijama.

Al contrario que en Guandong (donde los hombres suelen optar más los gayumbos de pata y la camiseta de tirantes), aquí los tíos también llevan pijama.

Aparezco en una gran calle. Veo una mezquita y me meto a inspeccionar un poco. Hay carteles en árabe e inglés que explican la historia del edificio, que no me causa gran impresión porque ya la he olvidado. El edificio no está mal, pero tampoco hay mucho que ver, ni siquiera hay alguien rezando. Creo que es la primera mezquita que piso.

En un cruce pregunto a una pareja por el camino al mercado Yuyuan. Resulta que son paisanos míos (o casi, son cantoneses) y van al mismo lugar, así que vamos juntos.

El mercado está cerca y, como era de esperar, está lleno hasta la bandera. Visto que nos va a ser más fácil movernos por separado, me despido de la parejita.

No tardan en abordarme los típicos vendedores de relojes falsos, dvds, etc... También hay chicas que me preguntan de dónde soy. Al principio digo que español, pero al de un rato empiezo a decir que soy vasco, de Bilbao, de Lekeitio, o, incluso, de Ortezuelos con tal de que dejen de intentar llamar mi atención con el poco castellano que saben (que hay que admitir que es mucho para China: hola, buenos días, cómo está...) para arrastrarme a las tiendas de artesanía y souvenirs.

Los enormes pabellones de tejados curvos y adornados con mil y una filigranas de madera son hermosos y están muy bien cuidados. Hay algunas atracciones temáticas, como la de un hombre con gorra de taza, gafas de sol redondas, perilla bigote y trenza qing, que invita a los viandantes a mirar por unos agujeros para presenciar un teatro de transparencias.

Hay demasiada gente para andar a gusto.

Por casualidad, doy con la puerta del jardín Yuyuan (siglo XVI), que es uno de los más famosos de China. Pago con gusto los 4 euros de la entrada, por ver si así escapo un poco de la multitud. También hay bastante gente dentro, pero ni comparación con lo de fuera.

A pesar de ser un jardín, no queda mucho espacio para la vegetación en este recargado laberinto de estanques, arroyos, puentes, quioscos, pagodas y pabellones, con dragones, carpas, fénixes, pavos reales y grullas por todas partes. Sin embargo, es muy bonito.

En uno de los pabellones hay una imponente exposición de sellos imperiales.

Fuera de los jardines hay todavía más gente que cuando entré. Avanzamos a base de empujones, con lentitud exasperante, por un puente de madera. A los lados, hay grandes pabellones con salones de té y restaurantes que serían muy apetecibles de estar esto menos concurrido.

Cuando finalmente escapo del mercado, tengo hambre. Entro en un local de fideos en cuya puerta, como reclamo comercial, hay un tipo con barba postiza y atuendo de la dinastía cual que los chinos parecen reconocer, porque no paran de sacarse fotos con él.

La carta está traducida al “chinglish” más indescifrable que he visto nunca. “Flesh sells only genuine Poeephagus grunniens” dice lo que creo que es el eslogan del local. Comento la circunstancia con la camarera, que me ve sacarle una foto al menú, nos reímos, y pido un cuenco de fideos con ternera.

Por la zona hay un templo que debe ser importante, pero estoy harto de aglomeraciones. Cojo un taxi a la parada de metro más cercana y porgo rumbo a la atracción más minoritaria que se me ocurre: el antiguo barrio judío.

El lugar no está muy lejos del centro, pero la zona, ciertamente, no tiene nada de turístico.

En un escaparate veo unos pasteles muy curiosos, que no apetitosos.

Seguro que la retratada se conmueve


Pastel para fanáticos del Mahjong


Estoy solo en la sinagoga Ohel Moishe (5 euros la entrada), con un guía chino que estudia español por su cuenta y me habla de las sucesivas oleadas inmigratorias de judíos a Shanghai. La última y la más abundante fue, naturalmente, a finales de los años treinta, aunque los judíos llevaban refugiándose aquí desde la primera mitad del XIX. Según mi guía, los chinos acogieron bien a los judíos al principio, porque además de no dar problemas, generaban riqueza, y, durante el holocausto, un tiempo en que China tampoco pasaba por su mejor momento, se mostraron más comprometidos e hicieron esfuerzos por traer y acomodar lo mejor posible a los refugiados, que llegaron a ser 25.000.

Aparte de la sinagoga en sí, hay una galería con videos y fotografías, de interés y bien dispuestos, y otra con pinturas bastante horrorosas celebrando el hermanamiento entre judíos y chinos.

Me doy cuenta de que también es la primera vez que piso una sinagoga.

Paseo por lo que fue “la pequeña Viena”, y compruebo que, aunque se conservan muchas de las bonitas casas de ladrillo de la época, la zona ya no tiene nada de judío. Según me ha dicho antes el guía, todos se marcharon al acabar la guerra. ¿Por qué? Eso no me lo ha dejado tan claro.

Camino del albergue visito una librería extranjera que, a pesar de tener 4 pisos, no tiene más libros de los que puedo encontrar en Shenzhen. Un poco decepcionado, compro The Yiddish Policemen’s Union, de Michael Chabon, para seguir con el rollo judio (¡ya podían tener cómics como en Hong Kong, copón!).

Ceno pollo a hainan con arroz, verduras y una botella de Tsingtao por 3 euros.

En la calle veo a un mantero que vende un Monopoly chino. Con la esperanza de que me sirva para practicar los carácteres, lo compro por 2,50 €.

En el Capitán, subo a cubierta para tomarme una birra y escribir el diario de abordo, pero no puedo hacerlo tan a gusto como quisiera porque algún desalmado les ha debido pasar un recopilatorio de grandes crímenes del pop español (Duncan Dhu, Mecano, Miguel Bosé, Alejandro Sanz, La oreja de Van Gogh...).

Antes de entrar al dormitorio, me reconcilio un poco con la globalización hablando un rato en el descansillo con el indio del día anterior, uno de Reunión, y unos estudiantes de Shaanxi.

Monday, October 13, 2008

Shanghai II

MIÉRCOLES 1 DE OCTUBRE (FIESTA NACIONAL)

Son las 21:05. Escribo en la terraza del Capitán, parándome casi a cada palabra para darle un sorbo al gintonic (que está de oferta) y contemplar boquiabierto el espectáculo nocturno. Algunos rascacielos del Pudong se han convertido en pantallas de video gigantes, el World Financial Center, el más alto de China, tiene estrellas parpadeantes en la cumbre, el Oriental Pearl Tower, también conocido como “el rascacielos de las pelotas”, cambia de color con efectos estroboscópicos, y en el río hay un tráfico constante de ferrys turísticos decorados con neones y barcos con anuncios luminosos, así como algunas embarcaciones mercantes cuya bocina resuena por encima del estruendo de la calle y la música del bar.

Podría ser mejor. La música podría ser mejor, la cuadrilla de guiris con sombreros baqueros se podrían ir a dar un baño en el Huangpu, y yo podría estar bien acompañado en lugar de sentarme solo escribiendo en la penumbra.



Esta mañana me he levantado temprano. He ido al váter a hacer de las mías pero, como no había papel higiénico y no tenía forma abastecerme sin retrasar la salida, me he limitado a asearme para bajar de inmediato a desayunar. El negro, al que a partir de ahora me referiré como la momia, me ha fulminado con la mirada porque al parecer le he despertado mientras me vestía.

Desayuno francés en el albergue, con zumo de naranja, café au lait (j’espère que ce n’est pas lait chinois), dos cruasanes de bollo caliente, mantequilla, mermelada y miel. 3 euros.

Subo por el paseo que hay junto al río. A estas horas hay pocos turistas y unos chinos practican ejercicios tradicionales (taichi, coreografías con abanicos, andar hacia atrás...).

Como el parque Huangpu está cerrado y el Garden Bridge, el famoso puente de vigas metálicas que se ve en tantas películas, está en obras, me meto a callejear un poco por el Bund.

El antiguo distrito financiero está repleto de preciosos edificios coloniales, muchos de los cuales están que se caen, abandonados o convertidos en viviendas de esas con demasiados inquilinos que cuelgan la ropa hasta en la antena de la televisión. Dicen que el Bund tiene una de las mayores concentraciones de edificios Art decó del mundo, y, en mi opinión, no les debe faltar razón.





Edificios del Bund


Cojo el metro, que, a pesar de ser temprano, ya está abarrotado de turistas, y me planto en la antigua concesión francesa, un agradable barrio residencial de viejos edificios coloniales, en mejor estado de conservación que los del Bund, con boutiques de lujo y cafeterías de diseño Todo muy francés.




Barrio frances


Allí visito el lugar donde se celebró el primer congreso del Partido Comunista Chino. Del lugar se conservan la casa y la habitación donde se reunieron Mao y compañía, hasta que tuvieron que salir pitando antes de ser arrestados por los gendarmes, que motivos tenían para estar preocupados. En el primer piso han montado un museo del PCCh en el que se exhiben multitud de documentos y objetos que atestiguan el dominio extranjero en Shanghai, las lamentables condiciones en las que vivían los obreros chinos, y la progresiva organización de movimientos de resistencia antiimperialista, primero, y socialista, después. También hay un diorama que recrea el famoso congreso junto a unas semblanzas de los participantes, muchos de los cuales acabaron bastante mal por “traicionar” a la causa.

En la tienda del museo, me compro un reloj de pulsera con una foto de Mao, que mueve la manita cuando le das cuerda (10 euros). Me da cosa ponérmelo en China, pero es que es muy mono.

De camino a la siguiente atracción turística, atravieso el parque Fuxing y veo a la gente jugando con las cometas y a unos niños que pescan peces de colores en una piscina hinchable, aunque lo que más envidia me da son una especie de barcos de choque, también para críos, que se mueven haciendo girar unos molinillos de agua.



Como el doctor Sun Yat-sen, primer presidente de la República de China y fundador del Kuomingtang, vivió cerca de allí durante bastantes años, me paso por el museo de su antigua casa. En el museo hay multitud de efectos personales (desde sus uniformes de gala hasta el estetoscópio del médico presente en su fallecimiento, pasando por sus navajas de afeitar), así como fotografías documentos cuya valía hubiera podido apreciar mejor de haber contado con la audioguía.


Casa-museo de Sun Yat-sen


En la calle, me encuentro después con la casa de Zhou Enlai, el primer ministro de Mao Zedong. Tal vez por haber sido más moderado que Mao, Zhou Enlai es, probablemente, el político más querido y recordado en este país, hasta el punto de que, sin ser un adonis, hay muchas que dicen que fue el hombre más guapo de China. Tanto él como Sun Yat-sen tenían fama de austeros, pero, por lo que he oído, lo de Zhou debía de ser el no va a más y se agarraba unos buenos cabreos siempre que sus subordinados trataban de agasajarlo un poco. En esta casa, que compartía con una veintena de camaradas del partido, se empeñó en alojarse en una de las peores habitaciones en la planta baja. Poco que ver en la casa.

Llego a la calle Taikang, donde han rehabilitado un viejo barrio de viviendas de ladrillo como zona de galerías y estudios de arte. Es un lugar muy agradable, con calles estrechas e intrincadas, y con pocos turistas, cosa que no les debe hacer mucha gracia a los dueños de los restaurantes y las tiendas de ropa o artesanía, pero que yo agradezco inmensamente. Como un sandwich de pollo con ensalada, patatas y cocacola en el Maui Cafe, 6 euros.



Centro de arte de la calle Taikang


Busco sin éxito el museo de posters de propaganda comunista (Propaganda Poster Art Center). Al final resulta que el mapa está equivocado y el museo está a tomar por culo. Desisto y vuelvo al metro por la abarrotada calle Huahai.


Calle Huahai


La decisión de ir en este momento al Pudong, a subir a uno de los rascacielos nuevos, no es la más sabia que tomo en el viaje. El transbordo del metro en la parada de la plaza Renmin es una batalla campal. Entro en el vagón de chiripa y la camiseta se me queda enganchada en la puerta.

Tras dos años y pico en este país pensaba que estaba acostumbrado a las multitudes, pero lo del Pudong es por demás. Además, muchas de las calles están en obras, así que tenemos que marchar en rebaño entre las vallas y las carreteras. Llego a un parque rodeado de rascacielos y me tiro un rato en el césped.






Como no encuentro otro camino para llegar al WFC, el rascacielos más alto, sorteo un par de carreteras de muchos carriles procurando ponerme detrás de un grupo de turistas que me sirvan de escudo humano. Al llegar, compruebo que hay 210 minutos de cola para subir, y en el Jinmao, el segundo más alto, la cola no parece más corta, así que subo por el paseo que da al Bund hacia el “edificio de las pelotas”. La vista merece la pena, pero el mogollón de gente termina por ponerme de mal humor. No hay mucha cola para subir al dichoso edificio, pero la entrada cuesta 15 euros y decido que lo que más me apetece es huir del Pudong cuanto antes.

El Bund desde el paseo del Pudong

Otra bonita vista del Pudong


Me cuesta un rato encontrar la entrada del metro, donde el gentío no ha disminuido. Como el metro se salta mi parada, vuelvo a la plaza Renmin. Pruebo suerte y cojo otro metro en sentido contrario, pero se vuelve a saltar mi parada y me devuelve al Pudong, así que me resigno y regreso a la plaza Renmin por enésimavez. Tengo la impresión de que Shanghai tiene cierta escasez de paradas y líneas de metro. Es como si tuviera una red de metro parecida a la de Madrid, cuando la ciudad en sí es cuatro veces más grande.


Parada de Renmin Guangchang


Camino del albergue, en la calle Fuzhou, encuentro varias papelerías una detrás de otra (es muy común que en China los comercios del mismo tipo se agrupen unos al lado de otros) y me abastezco de cuadernos y rotuladores, que en Shenzhen hay bastante poca cosa de ésta.

Según me acerco al río, la calle se va llenando de gente y termina por hacerse peatonal, y hay puestos de barbacóa y vendedores ambulantes por doquier. La calle que va junto al río está hasta arriba y las colas de los baños públicos parecen casi tan largas como las de los rascacielos de Pudong. Al parecer están esperando para ver los fuegos artificiales del día nacional, pero yo ya tengo más hambre que curiosidad y me meto a cenar en una cervecería muy elegante donde el 95 % de la clientela son guiris con pinta de ejecutivos. Ceno unas fajitas de pollo con frijoles y cerveza rubia, que me sientan divinamente, por unos 10 euros.



Multitudes en las inmediaciones del albergue

Y de allí al bar del albergue, donde concluye esta entrega.


Vista desde el albergue


De vuelta en la habitación, hablo un momento con un indio sobre lo que hemos visto durante el día, pero la momia nos asusta con una de sus miradas funestas y nos vamos a dormirla.